En estos días se sigue “denunciando” la merma de servicios estatales: un día es la disminución de Servicios Sociales, otro la pérdida de empleo público en Sanidad, otro la falta de dinero para Infraestructuras, y así. Se prevé que el otoño sea aún más reivindicativo con la reanudación de las diferentes “mareas” sindicales, todas ellas organizadas para obtener mayores rentas públicas. Sin entrar en la pertinencia o no de cada una de estas demandas, lo que llama la atención es que se siguen pidiendo a la Administración las mismas cosas que antes de la crisis, como si aquí no hubiera pasado nada. Y ha pasado. El Estado ha estado a punto de entrar en bancarrota. España ha estado a punto de colapsar. En Cádiz únicamente llegan mensajes sobre la legitimidad de estas peticiones. Pero conviene oír de vez en cuando otras voces explicando sus efectos negativos no apreciados a simple vista: básicamente, el gasto público que acarrean. Un gasto que recaerá finalmente sobre los contribuyentes, ya que la última vez que el gasto público fue gratis fue con el maná. Si continuamos presionando a la Administración, España seguirá sin poder pagar ese gasto público con la riqueza que crea. Y reaparecerán los préstamos, las deudas, los intereses leoninos, el descrédito como país, y sobre todo, más impuestos. En 1.976 había 600.000 empleados públicos. Hoy hay casi 3.500.000. Tenemos un Estado voraz que administra el 50% de los bienes y servicios que se producen en España. Un empleado trabaja casi medio año para pagar los gastos de este inmenso Estado. La disminución del gasto público y del número de empleados estatales supondría menos impuestos para los contribuyentes y para las empresas. Si hubiese más dinero en nuestros bolsillos compraríamos más cosas. Si las empresas tuviesen más capital, aumentarían la inversión. La economía crecería y surgirían empleos realmente productivos. En Francia, los socialistas Valls y Hollande acaban de adoptar medidas en ese sentido: recortes del gasto público, bajada de impuestos y bajadas fiscales a las empresas (unos 43.000 millones de euros). La encrucijada es clara. O seguimos el camino de Alemania, Suiza y ahora Francia, o seguimos el de Argentina y Brasil.