Neoliberalismo y neoleninismo. Gabriel Tortella

  • GABRIEL TORTELLA

Actualizado Jueves, 11 mayo 2023 – 01:03

En Europa occidental, el modelo neoleninista aún deslumbra a ciertas minorías radicales, dispuestas, como Podemos, a aprovechar el menor resquicio para encaramarse al poder y asaltar los cielos

Neoliberalismo y neoleninismo
RAÚL ARIAS

Puede parecer sorprendente, pero la palabra neoliberalismo es un término de oprobio entre personas que se definen como de izquierda, muchas de las cuales no sabrían explicar qué diferencia hay entre neoliberalismo y liberalismo. La respuesta es que no hay ninguna diferencia sustantiva. El uso de la palabra liberal como concepto político nació en las Cortes de Cádiz, donde la izquierda se lo aplicó a sí misma con fines de autoelogio: la izquierda española de 1812 defendía la libertad frente a la tiranía y el absolutismo. En aquel tiempo, liberal no tenía connotación política, insisto: significaba simplemente generoso, magnánimo. Como ellos estaban en favor de la libertad, los doceañistas decidieron aplicarse a sí mismos tan halagador adjetivo y definir a sus contrincantes conservadores como «serviles». La politización de la palabra liberal hizo fortuna y se extendió a otros idiomas, como el francés, el inglés y tantos otros. Pero la sociedad cambia, y con ella cambia el significado de las palabras. En Estados Unidos, liberal en política se hizo sinónimo de izquierdista, pero intervencionista; y, al mismo tiempo, en economía política pasó a significar partidario de la economía de mercado y opuesto a la intervención del gobierno. Libertad económica y libertad política en el siglo XIX significaban reformismo, progreso, ilustración, cultura, valores que se consideraban propios de la izquierda. Para Franco, todavía, bien entrado el siglo XX, tan odioso era el liberalismo como el comunismo y así lo manifestó repetidamente. Representante como era de la más rancia derecha española, Franco era partidario de la intervención gubernamental en todas las esferas: la económica, la política, la cultural etc. Sólo a regañadientes, forzado por las adversas consecuencias del intervencionismo, aceptó en 1959 un cierto grado de liberalización económica, con un éxito muy notable, como es bien sabido. Fue el llamado «desarrollismo».

Este éxito, por otra parte, no tuvo nada de sorprendente, porque el liberalismo económico y político había ya ido acompañado en el siglo XIX por un éxito sin precedentes históricos, con un crecimiento de las rentas nacionales, de la población, del bienestar y de la esperanza de vida en gran parte de Europa, en Estados Unidos y en Japón como jamás se había conocido. Pero el liberalismo político no fue democrático, porque los parlamentos en la época liberal eran elegidos solamente por las capas pudientes de la sociedad. Sin protección social, los trabajadores humildes o pobres estaban a merced de las fluctuaciones económicas. Aunque en general los niveles de vida mejoraron, las capas bajas carecían de seguridad y las diferencias económicas entre clases sociales posiblemente aumentaron. De ahí la frecuencia de movimientos revolucionarios y el nacimiento de doctrinas catastrofistas como el marxismo.

Pero a fines del siglo XIX los movimientos socialistas abandonaron el credo revolucionario, confiando en que el sufragio universal traería consigo las reformas que pudieran proteger a la clase obrera de los altibajos de los mercados y fomentar políticas que favorecieran la disminución de la desigualdad y el aumento de la movilidad social sin necesidad de revolución violenta. Y, en efecto, el sufragio universal se difundió tras la I Guerra Mundial, el llamado Estado de bienestar se hizo realidad, el desarrollo económico y la generalización de la educación permitieron, e incluso estimularon, que se difuminaran las barreras de clase. Tras la II Guerra Mundial, el Estado de bienestar preconizado por la socialdemocracia triunfó en el mundo desarrollado, justificado teóricamente por las obras de los dos grandes economistas de la época: John Maynard Keynes y Joseph Alois Schumpeter. El modelo intervencionista keynesiano sustituyó al liberalismo «puro» que predominó antes de la I Guerra Mundial. Y funcionó: a los tres decenios que siguieron al fin de la II Guerra Mundial se los conoce como «la edad de oro» o, en francés, les trente glorieuses. Las asombrosas tasas de crecimiento decimonónicas palidecieron ante las de la segunda mitad del siglo XX. Pero nadie es perfecto: el abuso de la intervención keynesiana al fin produjo inflación y estancamiento. Y aparecieron los economistas neoliberales, entre los que sobresalió Milton Friedman, que, sin querer hacer tabla rasa del keynesianismo, propusieron menos intervención estatal y más vía libre a los mecanismos de mercado. Los dos grandes adalides de esta relativa vuelta atrás fueron Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos. Y también tuvieron éxito: la inflación desapareció sin por eso abolirse, ni mucho menos, el Estado de bienestar. Desde entonces la política económica en el mundo desarrollado (cada vez más numeroso) oscila entre keynesianismo y neoliberalismo.

Mientras la revolución socialdemócrata triunfaba en Occidente, y en varios países asiáticos, en Rusia triunfaba la revolución violenta y, por qué no decirlo, extemporánea. Los bolcheviques, capitaneados por Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin, abortaron la revolución burguesa o liberal que había derrocado a la autocracia zarista en febrero de 1917, e impusieron por medio de un golpe de Estado, en noviembre de ese mismo año, una dictadura del proletariado sin proletarios. En la Rusia de 1917 la inmensa mayoría de los trabajadores pobres eran campesinos, no obreros industriales. Y los campesinos querían una revolución, sí, pero no comunista: querían convertirse en propietarios de la tierra arrebatada a la nobleza; era una ambición ancestral, el llamado «reparto negro». Los bolcheviques, en cambio, querían granjas colectivas; y, aunque estaban en minoría, habían conquistado el poder («asaltado los cielos», en terminología podemita) y no lo iban a soltar por nada del mundo. En un país tan dividido, la única manera de que los bolcheviques (que pronto se llamaron «comunistas») siguieran controlando el gobierno en contra de la mayoría campesina era por el terror rojo, un terror de tal calibre y dimensiones que la policía política zarista (la okrana) llegó a ser recordada, en comparación, casi como una ONG humanitaria. Es interesante recordar que, tras una guerra civil encarnizada y destructiva, la única manera que Lenin vio para que el país se rehiciera económicamente fue liberalizar la economía y permitir que los campesinos vendieran en el mercado libre. Y hasta en la Rusia soviética fue un éxito la economía de mercado. Pero duró poco tiempo: a los ideólogos comunistas no les gustaba nada tal «retroceso» y, muerto ya Lenin, y con Stalin a los mandos, el primer plan quinquenal arrebató la tierra a los campesinos y los convirtió en braceros. Fue casi otra guerra civil, pero el dogma se impuso y la agricultura rusa no volvió a levantar cabeza: la URSS se convirtió en un gran cliente para los agricultores de EEUU.

El proyecto leninista, petrificado por Stalin, constituye el mayor fracaso económico-político del siglo XX. Al cabo de 70 años de estancamiento, dictadura y represión, el Estado soviético se vino abajo por sí sólo; únicamente la represión lo mantenía, casi embalsamado, como el cadáver de Lenin, y cuando Mijail Gorbachov quiso aminorar la represión, todo el sistema se vino abajo como un edificio en ruinas. Tras un breve conato democrático, la sociedad rusa revirtió a la dictadura, no ya comunista, sino mafiosa (había ya mucha mafia en la Unión Soviética), teocrática y con muchos rasgos de fascismo: nacionalismo, militarismo, imperialismo, estado policía… Cuando uno piensa que Marx hablaba de un hombre nuevo y mejor bajo el comunismo, viene a las mientes la máxima de Goya: el sueño de la razón produce monstruos.

El problema es que, sin embargo, contra toda lógica, el ejemplo de Lenin ha cundido: grandes y pequeñas, las revoluciones neoleninistas han proliferado, desde China hasta Vietnam, Corea, Cuba, Nicaragua, Venezuela, Etiopía, Angola. En Etiopía y Angola pronto se hundió la revolución neoleninista; en China y Vietnam, se ha injertado la economía de mercado con el autoritarismo comunista, y, naturalmente, la economía ha florecido. En Iberoamérica, el neoleninismo sólo ha producido dictadura, terror y ruina económica. En Europa oriental, por el contrario, el leninismo impuesto por Stalin ha resultado ser una vacuna contra el comunismo y contra el vecino ruso. Por último, en Europa occidental el modelo neoleninista, con su técnica del golpe de Estado, aún deslumbra a ciertas minorías radicales, dispuestas a aprovechar el menor resquicio para encaramarse al poder y asaltar los cielos: Podemos, Brigadas Rojas, Syriza. Esta última gobernó en Grecia y parece que también sirvió de vacuna. Pero en España Podemos cogobierna con el PSOE con efectos tragicómicos y sus líderes tienen el cuajo de utilizar neoliberal como término insultante. Ya quisieran los neoleninistas tener un historial, no ya tan brillante como los neoliberales, sino algo menos siniestro que el suyo propio.

Gabriel Tortella es economista e historiador, autor de ‘Capitalismo y Revolución’ (Gadir) y coautor de ‘España, democracia menguante’ (Colegio Libre de Eméritos).

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies