El reciente calvario sufrido por Emmanuelle Macron, todavía no extinguido, para que los franceses se reconcilien con lo evidente, ilustra lo que le espera a Alberto Núñez Feijóo si, llegado el momento, opta por el coraje de la reconstrucción

PUBLICADO 23/04/2023 04:45
ACTUALIZADO 23/04/2023 04:50
En la presentación el mes pasado del nuevo taller de ideas del Partido Popular, la Fundación Reformismo 21, Alberto Núñez Feijóo hizo un canto laudatorio de la reforma frente a la ruptura. En la genuina tradición del conservadurismo occidental, el presidente del PP puso de relieve que todo aquello que merece la pena mantener necesita de perfeccionamiento y mejora a lo largo del tiempo y que las épocas de mayor prosperidad y éxito de las sociedades humanas han coincidido con períodos reformistas, mientras que los de adanismo destructor de lo existente para reemplazarlo por un nuevo orden supuestamente perfecto, conducen indefectiblemente al fracaso, al enfrentamiento violento y a la ruina. Nada que objetar a un planteamiento tan razonable y tan acorde con la experiencia histórica. De las explicaciones que han acompañado al alumbramiento de este consejo de expertos destinado a la reflexión y a la propuesta se trasluce que de su seno saldrán las grandes líneas directrices de la futura acción de gobierno de la formación que lo alberga. Examinada la lista de sus integrantes, aparecen en ella una serie de nombres que tanto por sus acreditados conocimientos como por sus impecables trayectorias personales y públicas, hacen concebir cierta esperanza sobre la ambición intelectual, la solidez moral y la competencia técnica del diseño de España que perfilen para las próximas legislaturas. Sin embargo, estos recios mimbres bien trabados no garantizan que la cesta que tejan sea la que Feijóo y su equipo utilicen cuando llegue el momento de hacer la compra en el supermercado de las iniciativas legislativas y de las medidas ejecutivas que aplicar. En efecto, no hay nada, por bien fundamentado, éticamente impecable e inteligente que sea -o precisamente por serlo- que la política no sea capaza de estropear.
La reconstrucción significa que lo anterior no es aprovechable y que procede erigir un renovado edificio a partir de premisas totalmente distintas
Una palabra que Feijóo empleó en la ocasión a la que me estoy refiriendo fue “reconstrucción”. El actual Gobierno, afirmó, va a dejar a España en una “coyuntura complicada”, expresión edulcorada para no decir “desastre”, y ello exigirá una decidida tarea de reparación de daños. Y aquí el futuro presidente del Gobierno se va a enfrentar con un dilema no menor. Vistas así las cosas, no es lo mismo reformar que reconstruir. El recurso a las reformas implica que hay una base aceptable sobre la que trabajar y que bastarán unas modificaciones adecuadas de este armazón previo para que se obtenga el objetivo deseado. La reconstrucción, en cambio, significa que lo anterior no es aprovechable y que procede erigir un renovado edificio a partir de premisas totalmente distintas.
Consideremos dos ejemplos que sirven para ilustrar este problema: la educación y la política fiscal. La legislación educativa en vigor se apoya en un marco conceptual y moral muy concreto y muy radical. Niega el valor del esfuerzo, del mérito y de la adquisición de conocimientos para poner el máximo énfasis en la equidad a costa de la calidad. Asimismo, impide la libertad de elección de las familias e impone un sistema educativo público propagador de la cosmovisión “progresista”, favoreciendo la zarandaja difusa de las “aptitudes” frente a la certeza de los contenidos. Semejante enfoque difícilmente se puede enmendar con meras reformas, salvo que se acepten los dogmas educativos de la izquierda y se intente minimizar sus daños con retoques inocuos.
Pasemos a los impuestos. La opción socialista consiste en incrementar el esfuerzo fiscal de ciudadanos y empresas a la vez que se aumenta el gasto multiplicando las figuras impositivas que castiguen a las rentas más altas. Este esquema tampoco se puede enderezar con pura cosmética, requiere entrar a fondo en políticas muy sensibles que definen un modelo de sociedad distinto. Así, decisiones tales como la supresión del impuesto de patrimonio y del de sucesiones y donaciones entre parientes en primer grado a nivel nacional, requieren efectivamente una voluntad rectificadora y no simplemente de introducción de matices.
Cuando la Nación ha estado un sexenio en manos de una horda de vándalos totalitarios carentes de cualquier vestigio de escrúpulo moral, el reformismo, por loable y bienintencionado que sea, se queda corto
Los casos específicos que demuestran que la acción reconstructora que demanda la “coyuntura complicada” en la que se encontrará España tras seis años de esa combinación deletérea de sanchismo, separatismo, comunismo bolivariano y desenfreno woke que venimos padeciendo desde la aviesa moción de censura que aventó la indolencia rajoyana para reemplazarla por los cuatro jinetes del Apocalipsis, deberá ir mucho más allá de un tibio reformismo, son numerosos e invalidan la pretensión cautelosa de no montar “líos”.
El reciente calvario sufrido por Emmanuel Macron, todavía no extinguido, para que los franceses se reconcilien con lo evidente, ilustra lo que le espera a Alberto Núñez Feijóo si, llegado el momento, opta por el coraje de la reconstrucción y no se conforma con la timidez de la reforma. La aproximación reformista a la labor de Gobierno es válida cuando la Administración saliente comparte con la entrante un acervo de valores éticos básicos, de verdades elementales sobre el ser humano y su vida en sociedad y de elementos esenciales sobre el funcionamiento de la democracia. Cuando, lejos de ello, la Nación ha estado un sexenio en manos de una horda de vándalos totalitarios carentes de cualquier vestigio de escrúpulo moral, el reformismo, por loable y bienintencionado que sea, se queda corto y, efectivamente, hay que fajarse con ánimo de resistir la presión de la barbarie callejera para acometer sin vacilaciones la imprescindible tarea de reconstrucción.
Para vencer a Sánchez, ¿gestión o pasión?
Vox es una escisión del PP y si bien no hay peor cuña que la de la misma madera, también es verdad que una genealogía compartida debería actuar como bálsamo suavizador de enfrentamientos

PUBLICADO 08/01/2023 04:45
ACTUALIZADO 08/01/2023 04:50
Está calando la percepción, que las últimas encuestas confirman -con la excepción de las trucadas por el esbirro Tezanos-, de que Sánchez está entrando en su ocaso. Si hoy se abrieran las urnas para conformar un nuevo Congreso de los Diputados, la suma del PP y Vox rebasaría netamente los 175 escaños y, dato revelador, el Grupo Popular superaría en volumen a los del PSOE y Podemos reunidos. Sin embargo, esta posibilidad numérica no significa automáticamente que la articulación de una nueva mayoría de signo distinto a la agregación monstruosa que hoy nos acogota vaya a ser fácil o llevadera. No es un secreto que a Alberto Núñez Feijóo la perspectiva de un gobierno de coalición con Santiago Abascal de vicepresidente no le resulta nada atractiva y que su objetivo es conseguir un Ejecutivo monocolor. También es conocido, y el reciente rechazo de Vox a los presupuestos, tanto en el Ayuntamiento como en la Comunidad de Madrid, así lo indican, que en el partido verde no existe disposición a prestar su apoyo al presumible ganador de las elecciones generales de 2023 de manera graciosa y gratuita.
Por tanto, la construcción de una alternativa estable para la próxima legislatura, aunque la aritmética la dibuje como factible, dista de ser una simple formalidad. De entrada, es palpable una marcada diferencia de estilos, de lenguaje y de estética. El ex presidente de Galicia es un hombre tranquilo, mesurado y conciliador, unas características fruto de su genética, de su origen celta y de una biografía atemperada por cuatro victorias por mayoría absoluta y por un sosegado eclecticismo ideológico. No hay que olvidar que, según propia confesión, en los primeros años de la democracia recuperada votó a Felipe González. El hecho de que después las circunstancias le llevasen a militar en una formación liberal-conservadora no borra su capacidad de contemplar la ubicación en el campo de las ideas políticas como una cuestión maleable. En otras palabras, en Feijóo la aproximación pragmática a la realidad prima sobre las convicciones teóricas.
El proceso constante de caricaturización y demonización que ha sufrido Abascal por parte de los medios de izquierda ha contribuido a crearle una imagen áspera
Abascal, en cambio, es una personalidad forjada en el combate a vida o muerte contra enemigos ciegamente implacables. Cuando en tu juventud has llevado pistola para defenderte del acecho de asesinos sin alma, te has movido rodeado de guardaespaldas y has visto a no pocos amigos y correligionarios caer bajo las balas o las bombas y al comercio de tu padre arder dos veces, tu percepción de la política no es precisamente la de un juego de salón. Su apego a un sistema de principios y valores férreamente interiorizados y asumidos forma parte de su mundo y su disposición a negociarlos es por lo menos escasa. Es por eso por lo que, frente al discurso matizado y en ocasiones polisémico de Feijóo, los pronunciamientos de Abascal pueden sonar en ciertos oídos pacatos como secos trallazos. Obviamente, el proceso constante de caricaturización y demonización que ha sufrido Abascal por parte de los medios de izquierda ha contribuido a crearle una imagen áspera que a un adepto al centrismo como Feijóo le inspira toda suerte de cautelas.
Yendo a diferencias más sustantivas, abundan los puntos en sus respectivas visiones de la situación actual de España en los que sus posiciones no son fácilmente conciliables. Mientras en el PP se empeñan en seguir considerando el Estado de las Autonomías como un éxito, en Vox resaltan su fracaso como apaciguador de los separatismos, su disfuncionalidad notoria y su insoportable coste financiero. En cuanto a la Unión Europea, el entusiasta europeísmo del PP contrasta con el eurorealismo crítico de Vox. La aceptación más o menos completa por parte del PP de buena parte de la agenda woke en áreas tales como el feminismo, el concepto de familia, la violencia de género, el ecologismo doctrinario o el fenómeno trans, es asimismo un serio obstáculo para el entendimiento de ambos partidos a la hora de acordar un programa de gobierno. Por suerte se dan también amplias coincidencias en asuntos de la trascendencia de la reforma de la justicia, la unidad nacional, la economía de libre empresa, la fiscalidad y la calidad de la educación.
En el contexto descrito, es necesario que, por un lado, el PP supere prejuicios y complejos y por el otro Vox esté dispuesto a negociar sin intransigencias ni intemperancias. Un elemento a tener presente una vez el resultado electoral los siente a la mesa del posible pacto es que, guste o no guste admitirlo en determinados ambientes, Vox es una escisión del PP y si bien no hay peor cuña que la de la misma madera, también es verdad que una genealogía compartida debería actuar como bálsamo suavizador de enfrentamientos. Nada sería tan negativo como una oposición agria entre una concepción de la política entendida como pura gestión y otra sentida como desbordante pasión. España demandará cuando la hora llegue que surja una síntesis patriótica entre estos dos planteamientos de la que emerja una Nación renovada en su fe en sí misma, fortalecida en sus grandes potencialidades y abierta a un futuro que los que ahora la pilotan están empecinados en cerrarle.