Actualizado Domingo, 19 marzo 2023 – 02:17
Los buenos gramáticos no se inventan nada y entienden que su cometido es el de ordenar la lengua para que el pensamiento circule mejor hasta ser dicho o escrito

La sala, en penumbra, también está en silencio. No se oye ni una mosca, podríamos decir, si en la Biblioteca Nacional hubiera moscas. Hay unas cuantas mesas-vitrina y seis o siete visitantes. Uno de ellos, para ver mejor los libros expuestos, dobla el espinazo, pega literalmente su nariz al cristal y mira absorto. Es un hombre viejo. En realidad todos ellos lo son, excepto una muchacha muy joven, muy guapa, tal vez una estudiante, que se pasea distraída. Desde que ella ha entrado, uno de los viejos ha dejado de mirar las vitrinas para observarla a ella. Acaso piense lo que Yeats (acaba de aparecer una excelente selección de sus poemas hecha por Jordi Doce): Todo esto de los libros está muy bien, «pero ah si volviera a ser joven y pudiera tenerla entre mis brazos». La estampa, con esas figuras que recuerdan las de Daumier, y la muchacha, que solo se recuerda a sí misma, tiene su encanto; y la exposición, sobre Antonio de Nebrija, también.
Nadie, excepto los filólogos, habrá leído hoy su gramática castellana. Fue la primera de una lengua romance, antes incluso que la toscana. A juicio de los especialistas, importantísima. Sí, en cambio, seguimos leyendo el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés. Por suerte «Antonio de Librixa» estaba ya difunto cuando Valdés escribió su diálogo; se habría llevado un gran berrinche. Bueno, tampoco: ese escrito solo se conoció en 1737, cuando uno y otro llevaban un par de siglos criando malvas. Valdés no deja de zaherirle y de repetir que Nebrija no tenía ni idea de la lengua castellana, por haberla mamado en la «Andaluzia, donde la lengua no está muy pura». Cuando Marcio, uno de los dialogantes, le pregunta a Valdés qué reglas observa y sigue «acerca del escribir y hablar en romance castellano», le responde «que muy pocas, porque el estilo que tengo me es natural y sin afectación». Juan Ramón Jiménez lo resumió mejor que nadie: «Quien escribe como se habla, irá más lejos y será más hablado en lo porvenir que quien escribe como se escribe».
Los buenos gramáticos no se inventan nada y entienden que su cometido es el de ordenar la lengua para que el pensamiento circule mejor hasta ser dicho o escrito: «Los que escriben mentiras [novelas], las deben escribir de suerte que se lleguen, cuanto fuere posible, a la verdad, de tal manera que puedan vender sus mentiras por verdades», dice Valdés a propósito de las de caballería. Cervantes siguió tan al pie de la letra a Valdés, sin conocerlo, que le hizo decir a maese Pedro, el titerero del Quijote, aquello de «llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala».
Y si el espíritu de la letra apenas ha cambiado para nosotros desde Valdés y Cervantes, en el fondo tampoco han cambiado mucho las mismas letras. Es lo que el viejo que camina con la nariz pegada al cristal de las mesas-vitrina está considerando: esos muy raros incunables y góticos podrían haberse impreso ayer mismo. Bellísimos, aunque no se pueda leer en ellos con la facilidad de ahora. En el fondo, el arte de la tipografía, nacido de los códices como Eva de una costilla de Adán, ha avanzado poco. Véase ese ejemplar de 1518 del Libro de Calixto y Melibea y de la puta vieja Celestina. «Ningún libro hay escrito en castellano donde la lengua esté más natural, más propia ni más elegante» dijo de él, por cierto, Valdés, y Cervantes aquello de «libro a mi entender divino, si no fuera tan humano». Figura reproducido en el espléndido catálogo que han hecho. Y lo mismo: se diría que «sangra tinta», de tan bien impreso que está. Así lo decía Morato en su Guía Práctica del Compositor tipográfico de 1900, un clásico: en tipografía casi todo lo bueno está inventado, incluso antes de la invención de la imprenta.
Cuando acabamos de ver la exposición, entra un grupo de colegiales, ellos y ellas. Meten en la penumbra de la sala su irreprimible bullicio. Unos miran con atención, otros, saltan de mesa en mesa como abejorros. Alguno de ellos, no obstante, está llamado a continuar el diálogo de la lengua y de las letras. Pero aún no lo sabe