Políticas para suicidas. Jorge Bustos

Actualizado Viernes, 24 febrero

No es habitual que el portavoz de un partido con dos diputados logre que todo el hemiciclo, de Bildu a Vox, vote a favor de la misma proposición

Íñigo Errejon, ante el Pleno del Congreso.
Íñigo Errejon, ante el Pleno del Congreso.Rodrigo JimenezEFE

Hay una izquierda interesante en los diagnósticos y garrafal en los tratamientos que encarna como nadie Íñigo Errejón. No es habitual que el portavoz de un partido con dos diputados logre que todo el hemiciclo, de Bildu a Vox, vote a favor de la misma proposición. Ha sucedido esta semana con el plan de prevención del suicidio que presentó Errejón con oratoria honesta y voluntad de acuerdo, esos dos mamuts extintos de nuestra política. El diputado recordó que cada día se suicidan once españoles y lo intentan bastantes más; que muchos otros emiten señales desatendidas; que tener cerca a alguien puede marcar la diferencia entre vivir o morir; y que el Estado debe facilitar ese acompañamiento, por ejemplo mediante bajas laborales concedidas a los acompañantes de personas diagnosticadas con riesgo de suicidio.

Errejón no siempre tiene ideas tan buenas, capaces de cosechar el antiguo milagro del consenso, pero su cruzada por la salud mental arroja un retrato bastante preciso de las neurosis occidentales. En las ciudades españolas ya solo hay un negocio tan seguro como abrir un bar: abrir una farmacia. Y para demasiados ciudadanos ambos establecimientos ofrecen el mismo servicio: mitigar el dolor, aturdir la conciencia. El problema es suficientemente transversal como para que Ayuso incluya la soledad no elegida entre sus prioridades. Las diferencias empiezan con las soluciones.

Veamos. La izquierda identitaria politiza el sufrimiento para negar lo particular y afirmar el colectivo que justifica la intervención moral de lo público: salvo los de arriba, todos somos víctimas del inhumano neoliberalismo y solo el Estado nos restituirá la dignidad perdida colonizando las plazas de nuestros barrios y el menú de nuestra dieta y el edredón de nuestras camas. Los conservadores comparten esa angustia posmoderna, pero recelan del Estado y confían todo el poder de sanación al núcleo familiar, a la nostalgia nacionalista o a la fe religiosa. Los liberales, en cambio, creen que ni al Estado ni a la familia ni tampoco al mercado -me refiero a liberales de verdad- puede sacrificarse la libertad individual, cuyo ejercicio depara éxitos y fracasos, pero nunca excusas estructurales.

Los que piensan que es difícil vivir en nuestro tiempo no hablaron lo suficiente con sus abuelos. Los que claman que Madrid es invivible han olvidado el lúgubre refrán: pueblo pequeño, infierno grande. Y los que se acarician su coqueta cicatriz primermundista deberían mirar a los ojos a una madre ucraniana

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