Un nuevo curso trae nuevas ilusiones y proyectos. En mi caso reanudo mi querido curso de inglés de Cloverdale, leo libros y escribo, vuelvo a la tv, ando mucho por las calles de Sevilla, y por fin la joya de la corona de este año: me propongo asistir a clases de aquagym, muy recomendable según mis allegados (excepto mi hija), y también a juzgar por la muchedumbre que asiste a estos nuevos templos de la diosa salud. Como me conozco, sólo me gasto la friolera de 3 euros en un gorro de baño. Desisto de la gafa acuática, molesta de por sí.
La señorita del Pabellón me convence de acogerme a una oferta por tres meses para mayores de 65 y no lo dudo, acepto. De momento la inscripción es engorrosa y se tarda mucho (no parece una empresa privada sino un Ambulatorio dela Seguridad Social), tengo que firmar en varios aparatos electrónicos, poner mi huella, bajarme una complicada aplicación y ponerme un extraño reloj que deberé llevar en todo momento dentro del recinto. La operación ha durado unos 30 minutos. Pero no importa, mi entusiasmo inicial supera estos inconvenientes, aunque la verdad, en otros casos ya habría desistido.
Al día siguiente llega mi primer contratiempo desagradable: hay que reservar sitio en la clase 24 horas antes, y cuando digo 24 horas es literalmente 24 horas, es decir, si la clase es el martes a las 9 y 15, el lunes a las 9 y 14 debo ponerme una alarma para apretar rápidamente el botón de la reserva en mi app, pues a las 9 y 16 está prácticamente el cupo agotado. No importa, lo hago, pero esa noche, dado que llevo 7 años sin relacionarme con el despertador, me siento inquieto al recuperar las sensaciones nocturnas de cuando tenía que levantarme temprano para trabajar (en realidad ahora me levanto temprano también, pero por mi “propio ser”).
Me despierto antes que nunca, a las 7, y no de muy buen talante, a pesar de mi positiva predisposición inicial. No me gustan estas nuevas sensaciones. Llego al gimnasio y me pongo el relojito que sirve para poder acceder a casi todo. Sin ir más lejos para entrar. Pongo el reloj en el torno una y otra vez, y el torno no se abre… Lo estaba poniendo en el sitio equivocado. Luego, rápidamente, hay que poner el dedo pulgar en otro dispositivo pero en el tiempo que la maquina dispone, si no se debe repetir toda la operación. Hay cierta cola detrás que me hace sentir incomodo. Cosas de novatos, me digo para animarme. A continuación debo abrir la taquilla con el dichoso reloj, por supuesto no se abre, y un grupo de amables nadadores de la cuarta edad se aprestan a ayudarme. Al final lo logramos y debo memorizar la taquilla (967), porque si no, no podre salir ni siquiera del recinto pues hay cientos de ellas (dentro de la taquilla dejo tarjetas, móvil, dinero, cartera, secador, peine, toalla grande, zapatos, pantalón, etc.). Al salir de las taquillas hay que recorrer unos pasillos con la toalla a los hombros porque el resfriado o la pulmonía acechan. Siento la aparición de un moquillo amenazador pero sin consecuencias. Pienso inquieto en los meses de diciembre y enero. Por fin se pasa a la antesala de la piscina correspondiente, pero antes hay que picar el reloj en un primer aparato y a continuación en otro más cercano a la actividad, teniendo cuidado de no resbalar; después hay que ducharse. Resulta que hay 7 duchas frías y una caliente hábil, la cola detrás de la caliente es gorda. Por fin me ducho, a estas alturas, mi entusiasmo está cayendo en picado, por no decir que estoy a punto de echarme en brazos de la melancolía. A pesar de haber llegado 20 minutos antes, la clase ya ha empezado y apenas queda sitio en la piscina. Son todas señoras mayores menos un caballero, que me toca al lado y que tiene tendencia a estirar las piernas con excesiva efusividad: temo la patada. La música suena con estruendo y la monitora comienza a realizar movimientos que debemos repetir. Los ejercicios se suceden. Por un momento me animo pensando en los beneficios saludables de la resistencia del agua. Pero a los 5 minutos miro el reloj y siento con pesar que aún me quedan 40 minutos para acabar. A los 10 no consigo concentrarme en lo que debo hacer dado mi aburrimiento y además tengo que estar precavido para no recibir patadas colaterales. A los doce decido nadar subrepticiamente, con sigilo, para no hacerme notar, hacia la escalera de salida. Prefiero no avisar a mi acompañante para no llamar la atención, pero he aquí que la monitora, con el mismo altavoz que dicta los ejercicios, como una posesa, a voz en grito, empieza a decirme que no me puedo salir de la piscina, y a hacer señas para que otra empleada intercepte mi camino. Paso olímpicamente (viene bien la expresión). Ahorro las palabras subidas de tono entre la empleada y yo, pero hago un resumen dulcificado: la empleada me dice que no me puedo salir de una clase y yo le explico mi derecho constitucional de moverme libremente… Ahí lo dejo. Comprendo que en un lugar colectivizado debe haber un orden pero no hasta el punto de tener a los clientes estabulados.
Antes de abandonar la sala de piscinas decido probar lo que llaman spa, que es lo único más individualista, mas al libre albedrio de cada cual. Es una piscina de agua repulsivamente caliente, con unos chorros bestiales, que no me parten la columna vertebral de milagro. Salgo despavorido y retorno a las taquillas, donde encuentro a un entusiasta deportista que lleva 30 años viniendo a este tostón sin que haya conseguido recoger sus carnes (gordo), y le regalo el gorro de 3 euros; se marcha muy contento. A continuación decido dar por concluido mi primer día de actividad acuática reglada, unos 15 minutos más tarde de haber puesto el primer pie en el recinto. Dado que tengo pagado tres meses, intento otra actividad. En recepción me ofrecen máquinas, pilates, gimnasia, pesas o nadar largos en la piscina sin posibilidad de pararme en mitad para disfrutar del agua. Un deportista que se precie hubiese aceptado cualquiera con alegría. Pero comprendo que tengo muy escasa vocación al deportivismo gimnástico y decido, con toda sencillez y humildad, hacer pública mi renuncia definitiva al aquagym y a cualquier otra gym. La salud (mental) es lo primero. Ya en la calle me compro una botellita de Botaina y emprendo un paseo largo por uno de los centros más grande y hermoso de Europa, lo que me devuelve el sosiego.
Esta tarde voy a ver si me devuelven algo de pasta.