No hace falta ser una reina, ni el linaje, ni lo que metafóricamente llamamos sangre azul, para seguir el ejemplo de Isabel Windsor

09/09/2022Actualizado a las 09:24h.14
Isabel II fue la última personalidad que nos unía con la victoria sobre el Mal en la Segunda Guerra Mundial, la última mujer de la Civilización que tuvo deberes y no derechos, y que interpretó hasta las últimas consecuencias, y las últimas gotas, la voluntad de servir a su pueblo. Muere la última gran reina, por supuesto. Pero hay algo más importante, y más actual, que los padres y los abuelos que la conocieron han de explicar a sus hijos y a sus nietos.
No hace falta ser una reina, ni el linaje, ni lo que metafóricamente llamamos sangre azul, para seguir el ejemplo de Isabel Windsor. Ella hizo siempre lo que sabía que tenía que hacer, pasando por encima de su voluntad y de sus sentimientos. Nunca cedió, nunca falló en su empeño. Se dedicó a sus mandamientos, se olvidó de su vanidad. Vivió para la institución, es decir, para los británicos, a los que formalmente reinaba pero a los que íntimamente servía. Si cada niño español, sin ser César ni ser nada, se implicara en sus deberes escolares y en sus obligaciones en casa tanto como Isabel se comprometió con su reinado, seríamos la primera potencia europea, y la segunda vendría tan lejos que no podríamos ni verla.
Su Majestad se equivocó sólo una vez, obligando a Carlos a casarse con Diana y haciéndole renunciar al gran amor de su vida, Camila Parker, con la que al cabo del tiempo pudo juntarse. Diana fue su único error, es cierto, pero fue tan grave que tuvimos que matarla. Fuimos nosotros. ¿Alguien lo duda? Dios salve a la Reina.
Carlos es débil, acaba de sacar un perfume inspirado en las flores y en los aromas de los jardines de su castillo de Highgrove. Es la clase de hombre que tiene caprichos y le gustan los insectos, que prefiere su vida personal a servir a su país, y que luego tenemos que accidentarnos en París para arreglarlo. Aunque todo aquello fuera en gran medida culpa de la terquedad de su madre, él podía haber hecho algo más para no convertir a Diana en una desgraciada. Es el hombre que viste mejor del Occidente libre, y sus tics se han convertido en el mejor paradigma de la elegancia. Pero su trayectoria es exactamente lo contrario que la de una la Reina que protegió la Corona más que a su vida.
Para las varias generaciones que la conocimos en su apogeo, Isabel II será para siempre nuestra reina. Nuestra última gran reina. Y su muerte no será una ruptura sino una continuidad, y su luto y sus funerales van a dejarnos fascinados y serán el mayor espectáculo de sobriedad, dedicación y grandeza que veremos en décadas. Los que ya tenemos una edad, nos moriremos con los funerales de Juan Pablo II y la reina Isabel clavados en la retina. En la memoria, vista en grabaciones, la marcha fúnebre de Churchill.
Isabel II ha sido el último vestigio de nuestra libertad, de nuestro mundo nuevo, de la victoria del Bien sobre lo funesto. Ella creyó en dar. A su hijo todo le ha parecido siempre una carga, incluso su madre. Sólo en Camila parece haber sido feliz, y sólo a su ser parece haberse entregado totalmente. De hecho le escribió la declaración de amor más intensa, sincera y por lo tanto ensuciada de todos los tiempos: «Me gustaría ser su tampax». También sobre esto se puede defender un imperio. God save the King.