Es verdad que nuestra sociedad se está polarizando, lo cual es un problema: La solución es una enseñanza poco ideologizada y una prensa más responsable, es decir, más alejadas de un estado dominado por el “pobresismo”. Los políticos deben moderarse, aunque es difícil ante un gobierno radical que está atentando contra las bases de la convivencia. El “delito” de odio es propio de estados totalitarios, sobre todo porque es el poder y la propaganda dominante los que marcan qué es odio y qué no. Por poner un ejemplo, hoy, se promociona odiar a los estigmas de la izquierda: al hombre -más aún si es blanco y occidental- al espectador de los toros, al fumador, al que ama a su patria, al militar, al cura, etc. Pero no se puede criticar, bajo acusación de odio, la inmigración ilegal por ejemplo, porque entonces eres un xenófobo o un racista.
Otro ejemplo claro lo tenemos en la futura y esperemos que “non nata” ley de memoria, donde se va a penalizar a todo el que diga que la principal culpa de la guerra civil es de la revolución y no de la contrarrevolución, como así lo demuestra el gran historiador Payne. ¿No es totalitarismo que el estado imponga una versión de la Historia? ¿No es el debate historiográfico el que debe fundamentar qué interpretación histórica se aproxima más a la verdad? ¿No es incitar al odio estigmatizar a media España a través de un relato histórico distorsionado? Como no tienen argumentos, necesitan la represión.
El odio político se está generalizando, atizado especialmente por el gobierno central, el separatismo y sus medios amigos . Salvando las distancias, la situación política recuerda a los años 30, aunque menos mal que sin miseria y sin armas. Es significativo al respecto, que en estos días todo un ministro, respaldado por su gobierno y sus terminales mediáticas se hayan manifestado brutalmente contra la oposición conservadora en base a una noticia falsa. Nadie ha pedido perdón, al revés, se insiste en ilegitimar a la derecha.
En Cádiz, pocos escribidores se escandalizan por la violencia de estos años de los extremistas de izquierdas contra los conservadores (jamás se ha producido violencia en sentido contrario), contados siempre como una pelea de radicales; tampoco hay asombro porque un enchufado ancestral de la nomenclatura local (a punto de abandonar el discurso progre) aún criminalice un día sí y otro también a la oposición conservadora de Vox y a sus votantes.