Los tres pueblos de mi vida

Mis tres pueblos de juventud

Aunque he sido siempre un urbanita impenitente, en los últimos tiempos la ciudad empieza a marearme. Siento una cierta nostalgia rural, quizás porque he conocido la delicia de vivir en un pueblo con encanto tres veces en mi vida, las tres en mi juventud.

El primer pueblo que habité durante un largo verano fue Villacarriedo, en La Montaña (lo de Cantabria es una modernez autonómica), cabeza de partido de la aldea de donde procede la familia de mi madre, Abionzo, allá arriba del valle. Fue el verano del 68 y yo aún no tenía los 17.

A Villacarriedo llegué tras dos días de viaje desde Cádiz. Cruzar la provincia de Santander en tren a través de montañas, bosques y ríos fue tan impactante como descubrir que al otro lado del mundo, -eso era La Montaña entonces-, había un pequeño paraíso de donde procedía una parte de mi familia. Vacas, prados, riachuelos, montes, árboles, casucas de madera y un cielo inmenso y estrellado de noche componían el paisaje que felizmente me acompañó aquel verano. Jugué al dominó, me hice colega de un chaval que me descubrió todos los secretos de aquellos valles pasiegos, bailé en las romerías, comí de maravilla, bebí Paternina y sol y sombra, me aficioné al café expreso y leí a algunos clásicos tirado en los prados de la arboleda a orillas del río Pisueña, a lo que entonces le decían La Pesquera, y que hoy se ha convertido en una piscina y un estupendo restaurante. Aquel verano me marcó hasta el punto de haber regresado una y otra vez por allí a lo largo de mi vida.

Con 19-20 años pasé periodos en Aracena de pocos días, pero muy seguidos, durante dos años, donde novié con una guapa serrana. De Aracena recuerdo aquel aire seco de la sierra y un olor como a romero, madera y chimenea. Siempre hacía un frío seco que me resultaba agradable cuando me abrigaba, que era casi siempre. Los amigos de mi novia paraban en una especie de club donde bebíamos y bailábamos muy agarraditos. A veces, cuando terminaba la juerga, ya bien de noche, teníamos que ir andando a Higuera de la Sierra, el pueblo de la famosa Cabalgata de los Reyes Magos, porque era donde me ofrecían alojamiento. Era impresionante en las noches oscuras de poca luna oir el sonido de los cencerros de los toros.

En Aracena aprendí a beber aguardiente a primeras horas del alba y me estremecí oyendo los primeros fandangos de viva voz. Nunca he visto tantos borrachos juntos en mi vida. He vuelto muy pocas veces allí, la última vez poco antes de la pandemia, logré encontrar a una de aquellas personas que formaron parte de mi vida entonces (había sido alcalde de su pueblo y político de cierto fuste), y que me puso al corriente de las vidas de los demás.

Por fin, el verano de 1973, trabajé todo un verano en Tamariu, un pueblecito de la Costa Brava de Gerona (lo de Girona es en catalán, aunque ya lo digan hasta en los telediarios), cerca de Francia.

A la recepción del hotel Hostalillo de Tamariu (hoy llamado Hostalet) llegué tras consultar los anuncios de La Vanguardia, -entonces un periódico franquista que como tantos otros se ha “reciclado”-, una vez llegados a Barcelona en auto stop desde Cádiz. Mi buen inglés y francés de entonces (hoy una de tantas cosas semiperdidas) me facilitaron el empleo. Eran los tiempos de las melenas, el rock y el auto stop. Un par de veranos antes, en un pueblecito de al lado muy parecido a Tamariu, compuso Serrat su mejor álbum, Mediterráneo.

Tamariu aun tenía algo de aldea de pescadores cuando estuve yo y cuando la visité de nuevo ocho años después, pero ya anunciaba lo que es ahora, un lugar muy turístico. Al atardecer, después de un día de duro trabajo, me retiraba tras las últimas casas del pueblo. Allí mis sentidos se relajaban con el leve choque de las aguas cristalinas sobre las rocas y mis ojos se deleitaban contemplando su recóndita playa rodeada de unos pinos que llegaban desde las colinas hasta casi la arena. Josep Pla, en su Cuaderno Gris, (traducido por Arcadi Espada), describe toda esta parte de la Costa Brava que va desde Palafrugell, donde nació, a Tamariu, pasando por LLafranc y Calella de Palafrugell (donde Serrat compuso su disco), y dice: “en toda esta parte de la costa la naturaleza parece complacerse en ofrecer sus más auténticas e inolvidables combinaciones de tierra y mar, de bravura y delicadeza, de geología y de sensibilidad”.

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