En Cádiz suele predominar un relato arquitectónico falto de sensatez. Por ejemplo, las críticas al nuevo puente se siguen sosteniendo machaconamente en el tiempo a pesar de que esta obra es ya una realidad irreversible. Quizás se mantienen porque fueron creadas por arquitectos que tienen influencia mediática. Aún recuerdo dos páginas enteras de un periódico local dedicadas a descalificar al nuevo puente…. ¡tras su inauguración! Creo recordar que uno de los argumentos utilizados era el de su “impacto visual”. ¡Precisamente su más brillante cualidad!
En esencia, a mi juicio, el relato predominante, aunque revestido de una terminología solemne, es simple: demonizar lo privado y sacralizar lo público. De ahí la aversión a una obra que favorece al coche privado. Aquí cabría disertar sobre por qué lo público es tan venerado por este discurso progre. Sería largo de exponer pero tiene que ver con el igualitarismo obligatorio orwelliano que la izquierda quiere imponer desde siempre, a través del estado.
Así, el coche es facha y la bici y el tranvía son progresistas, quizás para emular a las ciudades de los países nórdicos, en su momento emblemáticos por sus políticas socialdemócratas, aunque hoy ya todos casi reconvertidos al liberalismo -qué horror la actual Amsterdam, una jungla de bicis, tranvías y motos contra el peatón-. Precisamente el nuevo puente costó 200 millones más porque la Junta lo amplió para que circulara un tranvía del que nunca más se supo (100 millones). Además, los sindicatos obligaron a un tramo desplegable por si algún día se construía en Astilleros un superbarco (otros 100 millones). Ambas demandas sirvieron de paso para retrasar una obra capitalizada por “la derecha”. Todo esto sin entrar en la eterna obra del tranvía San Fernando Chiclana.
En fin, este grupo crítico con el puente es el mismo, más o menos, que defendió tirar el edificio de la Aduana porque es “una obra franquista” y que elogió en su día el adefesio de la pérgola del Paseo de Santa Bárbara. Curiosamente, ninguno ha protestado por el atentado arquitectónico más pernicioso producido en el paisaje visual de Cádiz: tras una desdichada reforma de la catedral, los azulejos amarillos, orientalizantes, que caracterizaron siempre a su cúpula se han tornado de un deteriorado color anaranjado.