El origen y las causas inmediatas de la Guerra Civil española ha sido un asunto poco tratado por la historiografía sobre el conflicto. Sólo durante los últimos años ha sido abordado abiertamente por historiadores de solvencia profesional. Es el caso de Stanley Payne, uno de los historiadores de mayor autoridad en esta materia, si no el que más. Lo que caracteriza a Payne, además de su independencia y su fidelidad a las fuentes, es su capacidad para comparar la historia de España con su entorno: la historia comparada.
Este libro estudia los meses anteriores a la Guerra Civil española porque según su autor, las decisiones y actuaciones que se adoptaron en esos meses, que bien pudieron haber sido distintas, fueron las que llevaron a la guerra y no algún tipo de determinismo histórico como el supuesto atraso español, u otros. Payne no obstante, no evita analizar los antecedentes y circunstancias históricas de la misma, y como decíamos, compararlas con los de otros países. Su primer capítulo precisamente analiza cómo Inglaterra y Francia tuvieron muchas más guerras internas que España durante los siglos XVI y XVII. Esto se invertirá en el siglo XIX, especialmente belicoso en España, con numerosas guerras coloniales y civiles hasta la llegada de la Restauración, un régimen de monarquía constitucional que dio estabilidad, libertad y crecimiento.
El embate de las fuerzas revolucionarias así como el desistimiento de los monárquicos trajeron la República. Un sistema dice Payne, que Tusell define muy bien como una “democracia poco democrática” con unas reglas de juego hechas por la izquierda y la presencia de fuerzas cuyo objetivo eran la consecución de utopías totalitarias, además de una censura más profunda que la impuesta por la Monarquía constitucional.
A pesar de todo eso, el régimen sobrevivió a multitud de ataques internos: la quema de conventos de 1931, las tres insurrecciones anarquistas entre 1932 y 1933, la débil intentona militar de 1932, la gran insurrección revolucionaria de 1934 del principal partido de la oposición, el PSOE, y la declaración de independencia de la Generalitat.
Payne dedica el capítulo 2 a analizar la insurrección de 1934, que según los propios documentos socialistas debía tener “todos los caracteres de una guerra civil”, y “su triunfo descansaría…en la violencia con que se produzca” (pag. 35). La insurrección tuvo una segunda parte que contribuyó a exacerbar hasta el límite el odio de clase, la campaña contra las derechas sobre la “feroz represión”. Payne documenta las mentiras de dicha campaña, hasta el punto de afirmar que lo más relevante de la represión fue “su carácter relativamente indulgente” (pag. 43).
A pesar de que hubo un antes y un después en las insurrecciones de 1934, no pueden considerarse causas definitivas de la Guerra Civil, pues la República sobrevivió, no sin jirones. Aún habría otros intentos de erosionar la democracia: las presiones de la izquierda sobre Alcalá Zamora para que anulara la limpia victoria del centro derecha en las elecciones de 1933, en base a la idea de que sólo debían gobernar los republicanos. La negativa del Presidente resolvió la intentona.
A pesar de ese acierto, la actuación del Presidente terminó siendo fatalmente errática. Alcalá creía que la CEDA no era suficientemente republicana e interfirió en la labor del gobierno centroderechista pues perseguía crear un partido propio que moderara el sistema. A tal fin, su peor decisión llegó cuando vetó la formación de un gobierno de centro derecha de mayoría parlamentaria, y disolvió Las Cortes. Otros dos años de este gobierno podrían haber calmado al país, por lo que esa decisión supuso el primer jalón hacia el 18 de Julio.
El segundo fue la formación del Frente Popular, muy diferente al Frente Popular francés, hecho para fortalecer la democracia francesa. El español alió a los partidos que rechazaron el resultado de las elecciones del 33 y se levantaron para expulsar a la derecha de la vida política.
Pero quizás el hito más importante hacia la guerra fue el proceso electoral desarrollado de febrero a mayo de 1936. La campaña fue la más violenta de la Historia, con más de cuarenta muertos. La violencia de las izquierdas continuó hasta marzo, lo que provocó en la práctica la desaparición de la derecha. En la reunión de la Comisión de Actas de las Cortes se pasaron coactivamente hasta 35 escaños al Frente Popular. La repetición de las elecciones en Cuenca y Granada consumó el fraude. El Frente Popular consiguió una mayoría absoluta fraudulenta sin que Alcalá Zamora declarara el Estado de Guerra.
Los capítulos 3, 4 y 5 analizan otro jalón determinante, la formación irregular del gobierno de Azaña el 19 de febrero, el cual dio paso a medidas arbitrarias: la expulsión de curas, depuraciones de funcionarios y tribunales, inclusión irregular de revolucionarios en la policía, y a medio plazo, medidas de disolución de la derecha. Además de ello el gobierno dejó hacer a los grupos aliados del Frente Popular que cometieron atropellos sin parangón en otros países democráticos de la época (los ultrajes se detallan en las páginas 394-397): huelgas salvajes, incautación de propiedades, incendios, ataques a la Iglesia, cierre de colegios religiosos, censura, detenciones arbitrarias de derechistas, incremento alarmante de la violencia política, etc. Todo ello creó un ambiente que incluso historiadores afectos al Frente Popular han calificado de “situación prerrevolucionaria”.
Ninguno de los grupos revolucionarios tenía la intención de repetir una insurrección frontal que ya habían ensayado sin éxito. Pero sí pensaban en una toma del poder de corte “legal” y de apariencia defensiva. Por ejemplo, usando la “gimnasia revolucionaria” hasta derribar a un gobierno republicano débil. En concreto, el sector largocaballerista pensaba más bien en provocar una reacción militar que les sirviera como excusa para, tras aplastarla con facilidad, pensaban, tomar el poder.
Las derechas, al contrario de lo que se ha dicho, aceptaron las reformas económicas, en muchos casos abusivas, aunque denunciaron la situación de anarquía y violencia en el único sitio sin censura, el Congreso. La CEDA, el único partido derechista de masas, no tenía una sección paramilitar como los partidos de izquierdas, aunque su juventud comenzaba a radicalizarse. Los falangistas crecían, pero habían sido ilegalizados en marzo. Los monárquicos intentaban comprar armas sin éxito. Mola, propulsor de una reforma tajante de la República, calculaba que sólo un 15 % de la oficialidad estaban dispuestos a una revuelta armada. Franco no formaba parte de esa minoría.
Bajo esas circunstancias tuvo una gran importancia el asesinato del portavoz de la derecha, Calvo Sotelo (analizado en el capítulo 11). La muerte de Calvo Sotelo no fue una más de las 400 que se produjeron en esos meses debido a la identidad de los asesinos y a la forma en que se produjo. Calvo Sotelo fue secuestrado ilegalmente por guardias de asalto, socialistas de Prieto y un guardia civil repuesto por el Frente Popular tras ser condenado a 30 años por amotinarse en Asturias. La indignación se extendió por el país.
Ese magnicidio logró catalizar una conspiración militar en marcha poco madura (capítulo 11). El mismo Franco se unió a ella por vez primera, y con él, miles de oficiales. La reacción del gobierno fue casi nula al prometer una “investigación” que no se llevó a cabo, y por contra, extender la censura. En verdad, por esas fechas el gobierno deseaba la insurrección militar para aplastarla.
Dice Payne que durante 80 años la izquierda ha denunciado la insurrección del 18 de julio. En realidad esto es comprensible de una forma partidista pues fue una insurrección más fuerte de lo que deseaba la izquierda. Ahora bien, empíricamente no existe una revolución sin reacción: no era lógica la aspiración izquierdista de que la derecha debía dejarse atropellar indefinidamente. La historia comparada demuestra que la derecha en España, por el contrario, esperó demasiado: sólo debemos analizar las otras guerras civiles en los países anglosajones o europeos, afirma Payne. La contrarrevolución dio lugar a un programa político más allá de los limitados objetivos iniciales, originando una “revolución nacional”, autoritaria y semifascista que duró 40 años. El precio pagado fue alto.
La auténtica verdad es que en julio de 1936 todo el mundo pedía un régimen no democrático para España (pag. 403-404). La CNT pedía su revolución violenta sin fecha, el POUM y el PSOE caballerista deseaban la dictadura del proletariado, los comunistas una “república de tipo nuevo”, los prietistas y azañistas una república sólo de izquierdas, los falangistas la revolución nacional-sindicalista, los monárquicos alfonsinos una monarquía autoritaria, e incluso muchas personas de centro pedían una dictadura republicana. Termina Payne diciendo que eso de que nadie quería entonces la guerra civil es falso. Casi todos querían una guerra corta pero que pudieran ganar. Ironías de la Historia, el que mantuvo una actitud más responsable y moderada durante más tiempo fue Franco.