(2006) EL REFORMISMO DE LA TRANSICIÓN (Y DE LA RESTAURACIÓN) FRENTE AL RUPTURISMO HISTÓRICO DE LA IZQUIERDA: INFLUENCIA EN EL TIEMPO PRESENTE

Introducción.

 

La izquierda, al aceptar el consenso de las reglas de juego ofrecido por el postranquismo en la Transición, rompió una tradición de algarada, agitación e imposición unilateral que la había caracterizado durante dos siglos. ¿Reverdece esa tradición en el camino emprendido por el gobierno de Zapatero en el sentido de cambiar las normas de 1978 en contra de la mitad del electorado español?

 

A partir de la Reforma de 1976 y tras un siglo de convulsiones a menudo violentas, los españoles, representados por todo el arco político democrático, acordaron unas reglas de convivencia en libertad. La reconciliación, el olvido y el consenso marcaron el tránsito y el devenir de estos últimos 30 años, caracterizados unánimemente como un periodo de estabilidad, libertad y prosperidad.

Fueron fuerzas provenientes del franquismo, unidas a las del centro-derecha de los gobiernos de Suárez, las que organizadas por el rey, diseñaron, lideraron y organizaron una Transición a la democracia caracterizada por ir desde la Ley hasta la Ley. El nombramiento de Suárez como presidente del gobierno, a instancias del preceptor del rey Torcuato Fernández Miranda fue decisivo en ese sentido, pues logró hacer aprobar el proyecto de Reforma tanto en el Consejo Nacional como en las Cortes franquistas, para posteriormente ser aprobado en un referéndum. El postfranquismo había producido su propia autoliquidación desde la legalidad para dar paso a las elecciones generales.

Para llegar a la reconciliación y el consenso entre derechas e izquierdas hubo una evolución histórica lenta de todas las partes. Del lado del Régimen, hubo desde los primeros tiempos disidencias que fueron socavando su posición. La guerra había obligado a polarizar al centro-derecha español hacia el bando nacional, en especial a los monárquicos y a la inmensa masa de católicos españoles, e incluso a parte de los republicanos (Lerroux), todos ellos en su gran mayoría “gente de orden”, contrarios al proceso revolucionario emprendido. Como dice Juaristi, <<la diferencia histórica fundamental entre la derecha francesa y la española radica en que la primera nunca afrontó abiertamente el riesgo de una revolución comunista (ni siquiera en 1871, y mucho menos en 1968)>>.[1]

Pero tras la guerra, estos sectores se disolvieron en el magma del régimen (lo que pesará sobre la identificación entre derecha y franquismo). Sin embargo, en el seno del llamado Movimiento, además de los sectores autoritarios dominantes, había grupos que sólo deseaban parar a la izquierda revolucionaria, para en un segundo momento, acoger a una Monarquía parlamentaria abierta a las tendencias dominantes en la Europa ganadora de la II Guerra (muy presumiblemente con la ausencia en un principio del socialismo revolucionario y del anarquismo).

Hitos de esta posición son, entre otros: el llamado Manifiesto de Lausana de Don Juan, de 1945, prohibido por el propio general Franco; la publicación en ABC en 1947 del segundo manifiesto, el de Estoril, junto al primero de Lausana, permitidos por Franco, pero como señala López de Naturana, <<…no precisamente por respeto a la figura de Don Juan, sino para mostrar su hostilidad hacia él>>.[2]; y tres meses después de que Fraga eliminara la censura previa, la publicación en ABC del artículo “La Monarquía de todos”, de Luís María de Ansón, que originó el secuestro del periódico y el exilio del periodista durante un año.

En la Universidad de los 50, señalados intelectuales fueron evolucionando desde dentro hasta situarse en contra del Régimen., como Laín Entralgo[3], Antonio Tovar, Ruiz-Giménez o Dionisio Ridruejo, entre otros. Franco sabía que había surgido una oposición distinta a la de los vencidos, y procedió a reprimirla[4]. Pero la Universidad ya no volvió a ser controlada por la dictadura.

A partir de la segunda mitad de los años cincuenta, los tecnócratas de López Rodó  contribuyeron con su desideologización, y sobre todo con su programa de economía abierta, a que España se convirtiera en un país materialmente parecido a la Europa moderna. La Iglesia por su parte, uno de los principales pilares de la formación del Régimen, fue cambiando hasta situarse también en las antípodas, en parte por el hermanamiento de los movimientos cristianos de base (HOAC y JOC)[5] con la oposición, a la que servía de protección, pero también a través de la evolución de sus jerarquías, como se puso de manifiesto en la condena de los sindicatos verticales realizada por la Conferencia de Obispos del 24 de julio de 1968. Y aunque la Iglesia se va a mantener dividida, a partir del nombramiento como primado de Vicente Enrique y Tarancón[6], comprometido con el espíritu del Vaticano II, la jerarquía eclesiástica abandonó al Régimen entre 1969 y 1975, lo que contribuyó no poco al descrédito del mismo.

Pero no fue hasta la desaparición del dictador, y sobre todo bajo el liderazgo del rey, cuando el grueso del postfranquismo, y en general el centro derecha, adoptan la determinación de asegurar un cambio democrático para España.

Por su parte, la oposición antifranquista, reducida en la práctica al partido comunista, abandonaba ya a mitad de los años 50 el objetivo de la victoria militar al proclamar la política de Reconciliación Nacional[7]. La idea de organizar un gran pacto entre la izquierda y lo que se llamaba entonces la “burguesía progresista” para traer la democracia fue ya publicada en 1969[8] en la minoritaria revista de la izquierda culta, Cuadernos de Ruedo Ibérico, por lo que fue poco conocida. Se da la paradoja de que su autor, Fernando Claudín, había sido expulsado del PC en 1964 a causa de esas ideas por Santiago Carrillo, la persona que finalmente las asumió y puso en práctica.

A pesar de esto, el PC, y la izquierda en general, seguían defendiendo “la acción de masas” como medio para arrancar la formación de un gobierno provisional formado por representantes de los principales partidos de la oposición organizados bajo la llamada Platajunta Democrática, una estrategia que no hacía más que repetir el modelo rupturista que llevaba practicando desde su nacimiento, como veremos más adelante (la izquierda no abandona los principios revolucionarios hasta bien entrada la Transición).

Aunque más radicales de retórica, a finales de 1976 y <<en su XXVII Congreso, los socialistas decidieron participar en las elecciones aunque no se hubiesen legalizado todavía todos los partidos>> .[9] El PSOE abandonaba la ruptura y aceptaba en la práctica la Reforma. Esta actitud, que dejaba fuera de juego al PC, obligó a los comunistas a buscar su propia legalización mediante su presencia pública. Tras la impresionante serenidad demostrada en los funerales por los asesinatos de los abogados comunistas de Atocha, el PC fue legalizado. No es pues hasta el final del proceso cuando Carrillo, como consecuencia de la difícil legalización de su partido, cambia también la ruptura por la Reforma en contra de la gran mayoría de su militancia (aunque aceptada  a regañadientes por el aparato, debido a la tradición autoritaria del mismo).

El consenso de la Transición propuesto por la Reforma suarista se llevó a cabo gracias a la colaboración de todos, pues todos hubieron de renunciar a algo importante. El grueso del franquismo renunció a su poder omnímodo, concedió una Ley electoral que beneficiaba a los nacionalistas, y abandonó el espacio de la cultura y de los medios en manos de la izquierda, lo que entre otras cosas produjo que ésta ganara la batalla de la “legitimidad” histórica y de la propaganda.[10] La izquierda por su parte, renunció a la República y a la bandera tricolor, así como a la ruptura política unilateral, que le hubiese traído un periodo de procesos judiciales contra los autores de una larga represión sobre sus militantes.

La gran novedad respecto a los dos últimos siglos radica precisamente en que la izquierda acepta la Reforma propuesta por el centro derecha, y renuncia por primera vez a conseguir unilateralmente mediante la presión de la calle el régimen que la había caracterizado: un sistema liberal extremo de carácter jacobino y anticlerical en lo ideológico, aunque federal en lo territorial, emulado en gran parte del modelo de la Revolución francesa, y visto por el marxismo y el anarquismo, como un instrumento, como un medio para hacer la revolución. Un modelo definido por la algarada callejera, las durísimas campañas de agitación, la imposición unilateral de los rupturistas sobre el resto de la ciudadanía (en nombre de una hiperlegitimidad moral cuasi religiosa), el anticlericalismo, la toma de todos los aparatos de poder estatal, la agitación mediática, la ausencia de celo por la identidad nacional, y en el exterior, la alianza con regímenes totalitarios.

En efecto, si bien hasta bien entrado el siglo XX, izquierdas y derechas españolas han tenido una conducta poco democrática respecto a lo que hoy se entiende por tal (como muestra la tradición caciquil de la derecha o los pronunciamientos y golpes de unos y otros a lo largo del XIX y XX), la búsqueda de románticas utopías revolucionarias ajenas a los principios de separación de poderes y libertades individuales (se buscaban “libertades” colectivas, de clase o de territorio) ha estado más incrustada en la naturaleza de las propuestas jacobinas, izquierdistas y nacionalistas, en las que la religión intentó ser suprimida y sustituida por el Estado, el nuevo ente todopoderoso en las manos redentoras del “progresismo” (de ahí el carácter más místico que político de estas propuestas).

Los antecedentes de ese modelo pueden rastrearse ya desde el siglo XIX con la insurrección de Riego en el año 1820, cuyo himno “trágala perro”, refleja claramente su carácter; aunque fue durante el sexenio revolucionario de 1868-1873, y sobre todo con La I República – cuyo episodio cantonalista retrata a la perfección su delirante espíritu – cuando llegó a su cénit. Fracasada aquella breve y exótica experiencia, la huelga, la agitación, las campañas mediáticas y la subversión de una parte del ejército será la constante en la respuesta del republicanismo, el nacionalismo y el socialismo a la Restauración monárquica, un sistema parlamentario emulado del británico y contado por la historiografía al uso sólo por sus vicios.

Ya en el siglo XX,  el programa reformista de aperturismo librecambista y anticaciquil  de Maura, contó con una dura oposición. Como dice Raymond Carr, esas <<…reformas chocaron con la hostilidad intransigente de los partidos Liberal y Republicano, que constituyeron el “Bloque de izquierdas”.[11] La intensísima campaña contra Maura, el famoso “Maura no”, fue organizada tras el castigo judicial sin interferencia del gobierno[12] ejercido contra las fuerzas antisistema que habían organizado la Semana Trágica de Barcelona, una experiencia revolucionaria, en la que se había desatado un ataque feroz contra iglesias y tumbas religiosas[13]. Fue en el contexto de aquellos años cuando se produjo la famosa amenaza del socialista Pablo Iglesias de recurrir al “atentado personal”[14] si Maura llegaba al gobierno.

Tras la implantación del soviet ruso en 1917, el bolchevismo se va abriendo paso, y la amenaza de su establecimiento se hace más creíble. La izquierda aspira seriamente a la revolución. Como dice González Cuevas, en adelante, la derecha lo que hará es defenderse de <<…los intentos revolucionarios de la izquierda, que arrancan del triunfo bolchevique en Rusia en 1917, que desencadenó lo que el historiador Ernst Nolte ha llamado la “guerra civil europea”>>.[15]

Un primer momento de esta nueva etapa tendrá lugar precisamente en la llamada “revolución de 1917”. La alianza de los sindicatos socialistas y anarquistas, con el apoyo de las llamadas Juntas Militares de Defensa, se hizo con la intención de rebasar el orden monárquico constitucional y liquidar la influencia del catolicismo en nuestro país, dos de  los objetivos omnipresentes en este modelo rupturista. El nacionalismo catalán se unió también, aunque al final se echó para atrás ante el temor de que la conjura se convirtiera en una revolución de carácter obrerista. De nuevo el sistema monárquico parlamentario trató a los fracasados rebeldes con la misma benevolencia con que la Restauración había tratado a los antisistema.

Hasta 1923, republicanos, socialistas, anarquistas y nacionalistas, continuaron en su labor de socavar el sistema monárquico parlamentario. Curiosa y paradójicamente, con la dictadura de Primo de Rivera, los socialistas se integraron en el sistema, cuya represión se dirigió exclusivamente contra los anarquistas.

Para implantar la II República, el comité revolucionario, en el que participaban representantes de las fuerzas republicanas, comenzó induciendo un golpe militar que terminó fracasando. El gobierno de la Monarquía por su parte, acudió a la cárcel a ofrecer carteras ministeriales a los rebeldes, las cuales fueron rechazadas.

Tras las elecciones municipales de abril de 1931, que los republicanos perdieron de forma clara, aunque ganasen en las grandes ciudades, la presión de la calle, y en este caso sobre todo la debilidad del entorno del rey condujeron a un cambio de régimen[16], la República, cuyo origen unilateral marcó el devenir de un proceso que fue impuesto y dominado básicamente por la alianza de dos proyectos distintos: el de los republicanos exaltados de inspiración jacobina y el de los revolucionarios obreristas mesiánicos. El cambio de régimen en Madrid, hizo proclamar a Maciá en Barcelona la República catalana, independiente de la de Madrid, aunque tres días más tarde, tras arduas presiones de sus amigos republicanos de conspiración, depusiese su actitud.

Tras la victoria electoral de la derecha, el partido socialista se radicalizó a lo largo de 1933 bajo la batuta de Largo Caballero, el llamado Lenin español (previo aislamiento del moderado Besteiro), quien propagó la idea de la guerra civil como forma de alcanzar el socialismo[17].  En 1934,  los socialistas, comunistas y anarquistas se levantaron en armas contra la República[18], produciendo 1.400 muertos en 26 provincias. Al mismo tiempo, los nacionalistas catalanes, comandados por Companys, líder de la Ezquerra Republicana, proclamaron el Estado catalán, fracasado una vez más por la falta de apoyo popular. Tanto el centro republicano como la derecha defendieron una legalidad que a ésta última disgustaba, pero que acataba. El gobierno sufrió una de las tradicionales durísimas campañas de agitación por parte de las izquierdas respecto a “la represión” que ejercieron sobre los insurrectos (de gran paralelismo con la campaña por la “represión” de la Semana Trágica), unos supuestos abusos que las izquierdas rehusaron extrañamente comprobar tras su victoria [19], a partir de febrero de 1936.

En medio de un clima de inseguridad, violencia y todo tipo de desafíos a la legalidad se desarrollaron las elecciones de febrero de 1936. Si bien ganó en número de votos el Frente Popular, antes de la proclamación oficial de los resultados se desencadenó en la calle una ofensiva que le dio la mayoría, y conseguida ésta, las izquierdas consiguieron la mayoría absoluta a través del fraude en el recuento de los sufragios.[20] Una vez en el gobierno, la Conjunción republicano-socialista, llevó a la presidencia de la República a Azaña, previa destitución del presidente legítimo, Alcalá Zamora, lo que según Fusi y Palafox, <<fue un grave golpe a la legitimidad del régimen>>[21]. A partir del gobierno del Frente Popular se entra en un periodo de descomposición social y política,  donde se rompió con la legalidad democrática desde el Gobierno y desde la calle.

Pues bien, frente a este modelo histórico rupturista de origen revolucionario francés, al que se le superpone el bolchevique, se encuentra el anglosajón y nórdico de liberalismo moderado, de turnismo ordenado, evolutivo, reformista, pactado institucionalmente, de monarquía parlamentaria, respetuoso de la legalidad y la religión, celoso de las libertades individuales y contrario a las colectivas de clase o territorio, en el que jamás se ha dado la dictadura de la derecha o de la izquierda. En España también se puede rastrear el ansia por este modelo, cuyo primer precedente podemos situarlo en la Constitución de Cádiz de 1812, que aunque liderada por jacobinos revolucionarios españoles, se hace conociendo ya las terribles secuelas de terror y dictadura de la Revolución en Francia, y en contra precisamente del francés, de ahí su carácter pactista, legalista, celoso de la identidad nacional (se habla de “las Españas” sólo para contentar a los americanistas), e integradora de la monarquía y el catolicismo.

Pero el intento más serio y duradero por implantar este modelo se alcanza, a pesar de sus defectos, con la Restauración. Se puede establecer una analogía entre aquel periodo alfonsino y éste último de monarquía parlamentaria juancarlista, salvando las distancias históricas, ambos liderados en su tránsito por el liberalismo moderado. Sus afanes legalistas, su estabilidad y longevidad de casi 50 años, su crecimiento (moderado pero constante en el caso alfonsino), y su evolución hacia la conquista de derechos civiles equiparable a la de los países de la Europa de entonces (se aprobó el sufragio universal masculino), así lo constata. Para la historiografía dominante de los últimos 30 años proveniente del marxismo, sin embargo, la Restauración del siglo XIX aparecía como un periodo falsamente liberal frente a la alternativa de “progreso” representada por republicanos y socialistas (una historiografía que incluía como el prototipo de modelo democrático a la II República, cuya analizada intolerancia es reconocida en las memorias de sus protagonistas). En los últimos tiempos esta interpretación ha sido revisada de forma radical en el seno de la historiografía más crítica representada por Raymond Carr, Juan Pablo Fusi o Joan Juaristi[22], de la intelectualidad de la talla de Francisco Ayala y del socialista José Prat, así como de especialistas tan reconocidos como Miguel Martínez Cuadrado, ninguno de ellos por cierto, sospechoso de conservadurismo político. La retirada del ejército a los cuarteles, y la apertura a la incorporación de todas las fuerzas hasta entonces antisistema fueron dos características de la Restauración, a pesar de lo cual la conjunción “progresista”, pese a sus diferencias internas, permaneció unida en su afán por obstaculizar los fines de estabilidad, turnismo, independencia de poderes y parlamentarismo que caracterizó este periodo.

Muy posiblemente, la quiebra de la Restauración nos apartó de la evolución pacífica y sin convulsiones hacia la democracia avanzada de la tradición anglosajona y nórdica, y nos acercó a la epilepsia de la trayectoria francesa, heredada luego por las republicas sudamericanas. Una evolución sin convulsiones, aparentemente reencontrada tras el consenso de 1978.

Tras todo lo dicho, queda sólo preguntarse si se puede establecer algún paralelismo entre el rupturismo tradicional y la situación política actual de España. Aunque con métodos diferentes, desde luego, el camino unilateral emprendido por el gobierno del PSOE tras su victoria electoral de 2004 para cambiar algunos de los acuerdos consensuados en 1978, parece una vuelta al comportamiento tradicional del “progresismo” español, toda vez que se emprende en parecida alianza a los minoritarios comunistas, radicales y “soberanistas”, y en contra del partido de centro-derecha que representa a la mitad del electorado español. Un camino que viene precedido por las durísimas campañas de agitación en torno a la guerra de Irak, al hundimiento del Prestige, y a la jornada de reflexión electoral posterior a los atentados de marzo, de gran analogía con aquellas otras históricas campañas de agitación descritas.

[1] Jon JUARISTI, “Alternativas”, ABC, 9 de octubre de 2005.

[2] Virginia LOPEZ DE NATURANA, “ABC ante la cuestión vasca en la Transición y la Democracia (1975-2001)”, El Argonauta Español, nº 2, 2005, p. 2.

[3] La cuestión viene desde 1949, con la publicación de España como problema de Laín. Ruiz-Gimenez se alineó con él. Miguel A., Cf. RUIZ CARNICER, El Sindicato Español Universitario (SEU) 1939-1965, Madrid, Siglo Veintiuno de España Editores, 1996, p. 284.

[4] Se detuvo a Tamames, Elorriaga, Ridruejo, Ruiz Gallardón, Pradera, Múgica, y Sánchez Maza, todos ellos de familias vinculadas al régimen. Arriba, 11 de febrero de 1956. Cf. Pablo LIZCANO, La Generación del 56: la Universidad contra Franco. Barcelona, Grijalbo, pp. 143-153.

[5] Hermandad Obrera de Acción Católica y Juventud Obrera Cristiana, respectivamente.

[6] El nombramiento fue hecho intencionadamente por el Papa Pablo VI en detrimento del obispo Morcillo, comprometido con el régimen de Franco. Cf. Emilio ROMERO, Papeles Reservados. Barcelona, Plaza y Janés, 1986, pp. 203-204.

[7] Cf. Santiago CARRILLO, Memoria de la Transición, Barcelona, Grijalbo, 1983, pp. 25-30.

[8] Cf. Paul PRESTON, “La crisis del franquismo”, en la colección “Historia de España”, de Historia 16, volumen 13 (febrero 1983), p. 89.

[9] Paul PRESTON, “La crisis del franquismo”…op.cit.,  pp. 89-129.

[10] <<La memoria depende de la hegemonía cultural y ésta la tiene la izquierda desde finales de los sesentaen estas últimas cuatro décadas la lectura de la Historia se ha sesgado a favor de la izquierda…>>…. <<Mi testimonio en este punto es el de alguien que en los años sesenta y setenta consideró necesario rescatar el pasado de manos del oficialismo franquista>>….lo cual  <<era tan imprescindible como salvar a la Historia, ahora, de los sesgos impuestos por la izquierda>>. César ALONSO DE LOS RIOS,  “Las ruinas de la memoria”. ABC, 22 de agosto de 2004.

[11] Raymond CARR, Historia de España, Barcelona, Península, 2001, p. 237.

[12] Ricardo DE LA CIERVA, Historia de España, Guía imprescindible para jóvenes. Getafe (Madrid), Fénix, 2001, p. 470.

[13] <<…ardieron sesenta iglesias y conventos y fueron profanadas numerosas tumbas de religiosas…>>. Cf., Ibid., p. 470.

[14] Cf., Id.,  Historia total de España, Del hombre de Altamira al Rey Juan Carlos. Getafe, (Madrid), Fénix, 1997, p.737.

[15] Entrevista a Pedro Carlos GONZALEZ CUEVAS, profesor de la UNED y autor de El pensamiento político de la derecha española del siglo XX . http://www.minutodigital.com/noticias/cuevas.htm.

[16] Cf. César VIDAL, “¿Eran demócratas los republicanos en 1930? (y II)”, LibertadDigital, 22 de abril de 2005, disponible de internet, http://findesemana.libertaddigital.com/articulo.php/1276230004

[17] Vid. Pío MOA, Los orígenes de la guerra civil española, Madrid, Encuentro, 1999.

[18] Para Stanley Payne, 1934 es el punto de inflexión que marca lo que él llama el colapso de la República.

Vid. Stanley PAYNE, El colapso de la República. Madrid, La Esfera de los Libros, 2005.

[19] Cf. Pío MOA, El derrumbe de la segunda república y la guerra civil. Madrid, Encuentro, 2001, p. 76.

[20] Cf. César VIDAL, “¿Ganó el Frente Popular las elecciones de febrero de 1936? 1 y 2.”, Libertaddigital, 2 y 9 de abril de 2004, http://revista.libertaddigital.com/articulo.php/1276219754.

[21] Juan Pablo FUSI y Jordi PALAFOX, España: 1808-1996. El desafío de la modernidad. Madrid, Espasa Calpe, 1997,  p. 268.

[22] Cf. Luis ARRANZ NOTARIO, “Optimismo y pesimismo en la Historia de España”, La Ilustración Liberal, nº 4, octubre-noviembre, 1999.

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