En honor de la verdad. Arcadi Espada

Actualizado Sábado, 29 abril 2023 – 22:41

La diputada y el vicepresidente eran tan hijos de sus padres como de un marqués era una y de un terrorista el otro. La diferencia es lo que opinaba cada uno sobre estos dos hechos

En honor de la verdad
SEQUEIROS

(Decoro) El 27 de mayo de 2020, la diputada Álvarez de Toledo, entonces portavoz del grupo Popular, logró que el vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, considerara un grave insulto la palabra terrorista, después de años de mantener con ella una relación moral y políticamente condescendiente, por elegir un adjetivo tranquilo. Hasta la fecha el vicepresidente consideraba, por ejemplo, que Eta había entendido bien lo que la Transición tenía de falsificación democrática. Y celebraba públicamente la antigua militancia de su padre en el Frap (Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico). Hasta esa mañana el vicepresidente tenía bien asentado en la cabeza que su condición de hijo de un antiguo terrorista era perfectamente digna, al contrario, cabe subrayarlo, de lo que suponía ser hijo de un marqués. La diputada y el vicepresidente eran tan hijos de sus padres como de un marqués era una y de un terrorista el otro. La diferencia es lo que opinaba cada uno sobre estos dos hechos. Así el vicepresidente se propuso ofender a la diputada llamándola repetidamente «marquesa» y «señora marquesa», en la réplica al discurso de la interpelación que ella había presentado en la Cámara para que el vicepresidente explicara cómo iban «a influir en la acción de gobierno los acuerdos políticos con el nacionalismo radical». Así la diputada dejó dicho en el párrafo final de su intervención: «Ha hecho usted referencia a mi título de marquesa, la clase social, la aristocracia, una y otra vez en definitiva, ¿no?. Como usted muy bien sabe, los hijos no somos responsables de nuestros padres, ni siquiera los padres somos del todo responsables de lo que vayan a ser nuestros hijos. Por eso se lo voy a decir por primera y última vez: usted es el hijo de un terrorista. A esa aristocracia pertenece usted, a la del crimen político».

El vicepresidente no había repetido una y otra vez «señora marquesa» en señal de reverencia y homenaje, sino de burla y menoscabo. Pero la diputada no negó la mayor; y es que lo quisiera o no, fuera para ella motivo de orgullo o no, era hija de Jean Álvarez de Toledo, XIV marqués de Casa Fuerte, y heredera de su título. Al vicepresidente le correspondió cerrar el debate. Su genealogía política hacía esperar una respuesta basada en el orgullo antifranquista y, específicamente, frapero del que había dado sobradas muestras en el pasado. Pero, sorprendentemente, replicó de este modo: «Usted acaba de cometer un delito aquí, en esta tribuna, y solo alguien con títulos nobiliarios es capaz de creerse con la impunidad de poder llamar terrorista a alguien y que le salga gratis. Por tanto, invitaré a mi señor padre a que ejerza las acciones oportunas». Tiempo después el padre ejerció las acciones y el juez sentenció que la diputada no había cometido ningún delito. Cuando el debate acabó la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, se dirigió públicamente a la diputada: «Quiero pedirle si quiere retirar, por favor, del Diario de Sesiones la expresión su padre es un terrorista». La diputada se negó. En puridad no podía más que negarse, porque jamás dijo esa frase, sino otra distinta: «Usted es el hijo de un terrorista». Y como se verá la distinción no es retórica. Acto seguido la presidenta sentenció: «Lo retiraremos del Diario de Sesiones». Lo que sí fue pura retórica. Nadie puede retirar unas palabras dichas. Pero es que tampoco se retiraron del Diario de Sesiones, en el que figuran, victimizadas con la cursiva y esposadas entre corchetes: [es el hijo de un terrorista]. De lo que se deduce que la acción de llamar hijo de terrorista al hijo de un terrorista sufrió la censura moral, que no la material, de la presidenta. Y fue esa insólita censura la causa del recurso de amparo que presentó la diputada.

El Tribunal Constitucional, a iniciativa del magistrado ponente, César Tolosa -promovido a miembro por el Pp de Alberto Núñez Feijóo-, acaba de rechazar el recurso en una sentencia notificada esta semana. Cuando uno empieza a abrirse paso entre la podrida hojarasca gramática que demuestra por qué la mayoría de sentencias no pretenden trasladar la verdad a los ciudadanos sino ganar una inacabable partida entre rábulas, se topa enseguida con la primera e imprescindible depuración practicada por el ponente: la palabra de los parlamentarios no puede aspirar a la libertad de información concedida al común de los ciudadanos, y a su consecuente obligación de veracidad, porque los parlamentarios solo tienen opiniones: «Todo el alegato de la demandante acerca de la veracidad de sus afirmaciones resulta irrelevante», liquida el ponente para así situar su propio alegato en el punto de vista que le conviene: el de la palabra terrorista concebida como una opinión, y el examen consiguiente de si esa opinión faltó al decoro parlamentario, como creyó la presidenta.

La relación del ponente con la palabra terrorista es difícil. «Posee una denotación peyorativa de la máxima intensidad», escribe. El sintagma denotación peyorativa, un oxímoron -para peyorativo en su máxima intensidad le habría ido mejor con detonación-, presagia la confusión que el ponente mantiene entre los juicios objetivo y subjetivo, pero desvela sus torticeros intereses últimos: manteniendo, por imprescriptible necesidad del guion, que terrorista es una opinión la juzga objetivamente indecorosa. Como si uno cualquiera dijera «el ponente es un imbécil», pero atribuyéndole a la imbecilidad la máxima intensidad objetiva. La sentencia muestra en algún otro pasaje la repulsión que el ponente experimenta por la verdad terrorista, cuando sistemáticamente habla de la condición «atribuida» al padre del vicepresidente -donde atribuida denota intensamente la duda- y sobre todo cuando escribe «la organización Frap», donde la elisión de terrorista -timbrada por el Ministerio del Interior- es tan flagrante que la palabra incluso se ve mejor que si estuviera puesta. La elisión, sin embargo, tiene el propósito de desembarazarse del valor objetivo de terrorista. O dicho con mayor refinamiento: trata prudentemente de no joder la marrana.

La falta al decoro invocada por la presidenta y ratificada servilmente por el Tc prosigue luego con las sentidas y extendidas disculpas que el ponente presenta al señor padre, que se concretan en esta línea nuclear: «La presidenta estimó que las disputas dialécticas en el Congreso de los Diputados no deben, por ásperas que fueren, involucrar a parientes». Un fragmento entre la hojarasca rábula reprocha al recurso de la diputada que no motivara la discriminación de la que acusa a la presidenta, al no presentar casos comparables en los que no hubiese retirado palabras de un diputado. No ve el ponente la discriminación que pajarea ante sus narizotas: y es que si no se debe involucrar a los parientes, ¿por qué no hubo reproche a las repetidas alusiones burlonas del vicepresidente al padre de la diputada, espermatozoide casa fuerte por el que ella alcanzó la condición de marquesa? Pero la discriminación es una filigrana menor. Lo asombroso es cómo el ponente desfigura en su argumentación la supuesta aparición del padre del vicepresidente: «Era del todo ajeno al debate». En efecto, tan ajeno que en puridad no figuró, como dije antes. Del relato enhebrado por el ponente se desprende la hipótesis de que la diputada, accediendo a un dipsómano extravío y sin venir a cuento, se hubiese cagado, y se dice pronto, en el señor padre. Pero, aunque el ponente trate de velarlo con alevosía, el intercambio sobre genealogías y aristocracias lo empezó el vicepresidente -la diputada solo actuó en legítima defensa retórica- y las únicas figuras allí comprometidas fueron los hijos y no los padres, como a una inteligencia incluso constitucional podría ocurrírsele. Y, además, y en contra otra vez de lo que fácticamente pretende imponer la sentencia, la genealogía ajena al debate era la que arranca de la diputada hacia el pasado: porque la que arranca del vicepresidente era por completo pertinente en una interpelación que denunciaba los vínculos entre el Gobierno y un nacionalismo radical parcialmente ensangrentado por el terrorismo.

La trémula confusión sobre la palabra terrorista la extiende luego el ponente al decoro, el cursi y petulante argumento de la presidenta para violentar la palabra de la diputada. Tan poco sabe qué hacer el ponente con el decoro que, a veces, le dispone comillas para que cargue otro con el muerto semántico. Aunque hay un momento gustoso en que su prosa vuela heráclita fournier. «Con esta mención al ‘decoro’ el Reglamento [del Congreso] invoca un valor de cultura, en cuanto inmerso en el fluir del tiempo, cuyos contornos, no poco difusos, solo se pueden llegar a vislumbrar». El 4 de junio de 1907, en medio de una agria discusión sobre la falsificación de actas electorales, el diputado Joaquín Salvatella, entonces republicano, federal y catalán, proclamó: «El honor de ningún señor diputado puede estar por encima de la verdad». Le tranquilizó el presidente de la Cámara, Eduardo Dato: «El honor de un diputado ampara a la verdad». Cada tiempo decide su decoro. Y este es un tiempo político sin honor y sin verdad. De modo que no le falta razón a la gallina ponedora.

(Ganado el 29 de abril, a las 17:32, dos días después de que Obama, Spielberg y Springsteen supieran lo que es un boquerón frito)

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