
19 marzo, 2023 02:13GUARDAR
Adoro Israel.
Me ha gustado desde siempre, desde el día siguiente a la guerra de 1967, cuando descubrí esta tierra para mí todavía incógnita en la que todo parecía querer contarme un secreto.
Manifestantes israelíes portan banderas del país durante las protestas contra la reforma judicial del primer ministro Benjamin Netanyahu, el pasado 18 de febrero en Tel Aviv. Reuters
Me gusta el milagro de esta tierra, nacida del fervor de un publicista por una historia que ignoraba casi por completo y bautizada con un nombre otorgado por salmistas y poetas que desconocían el significado de lo que es una nación. Una tierra levantada por soñadores pragmáticos que, mientras recuperaban la lengua de los hebreos, obraban otro milagro: ¡inventar el único contrato social de la Historia digno de su nombre (“hemos decidido encarnar una república y, en virtud de ello, lo somos”)!
Me gusta cuando comprendo que representa un refugio para los judíos perseguidos. Cuando lo veo cargar con los estigmas que le achacan sus adversarios, siempre dispuestos a demonizarlo y, por el arma o la pluma, tratar de debilitarlo.
Me gusta ver que, al contrario que Francia —que tras seis años de guerra en Argelia suspendió en este país algunas libertades fundamentales— o que Estados Unidos —país al que le bastaron seis semanas, tras el 11 de septiembre, para promulgar su célebre Patriot Act—, pero también al contrario de lo que hacen todos los demás Estados cuando se ven atacados en su propio territorio por enemigos temibles, Israel se encuentra en guerra, no ya desde hace seis años o, menos aún, seis semanas, sino desde el mismo día de su nacimiento, es decir, desde hace setenta y cinco años. Y no ha dejado, por ello, ni un instante de ser una democracia.
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Me preocupa y me molesta la crisis política y moral que sacude, en estos momentos, el país.
Por un lado, tenemos a un ministro que pretende instaurar la pena de muerte, demostrando de este modo su ignorancia de los principios talmúdicos más elementales (“sanguinario es aquel tribunal que condena a muerte ni tan siquiera una vez cada setenta años”).
Por otro, vemos a un diputado, jefe de la Comisión de Seguridad Nacional, que propone ofrecer la inmunidad penal a los soldados desplegados, vulnerando con ello el precepto del toar haneshek, la pureza de las armas, que representa el honor de todas las mujeres y todos los hombres de Tzáhal y a la que estas personas no han tenido nunca la intención de renunciar —como pude comprobar con mis propios ojos en distintas ocasiones desde la primera guerra contra Hamás en el Líbano—.
Luego está el ministro Bezalel Smotrich, con sus incontables anatemas hacia la comunidad LGTBI, los ciudadanos árabes y los judíos laicos (por no hablar de su deseo de “borrar del mapa” la población palestina de Huwara, que sufrió el pillaje de toda una muchedumbre a modo de represalias después de que un terrorista asesinara a dos civiles).
Y está, mientras escribo estas líneas, la voluntad de destruir el Tribunal Supremo de Jerusalén, que constituye la clave de bóveda de todo este sistema político.
Desde David Ben-Gurión hasta el primer ministro Benjamín Netanyahu, pasando por Menájem Begín, Isaac Shamir, Isaac Rabin, Simón Peres, Ehud Barak y Ariel Sharón, he tenido la fortuna de conocer a todos los primeros ministros israelitas.
Algunos de ellos eran hombres ilustrados; otros habían aprendido, estudiando las revoluciones francesa y americana, que ningún poder, ni siquiera el popular, puede pretender erigirse en absoluto; y otros cuantos encarnaban la auténtica cultura bíblica y conocían la historia de los reinos hebreos, que repartían su soberanía entre monarcas y jueces. Por todas estas razones, ninguno de ellos se habría planteado ni por un momento contravenir las leyes fundamentales del Estado.
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¿Los aprendices de brujo que vemos en el presente conseguirán, pese a todo, salirse con la suya?
Por fortuna, me parece del todo improbable.
Soplan vientos agitados, dentro incluso de Israel, contra este tipo de empresas suicidas.
Hay pilotos del Tzáhal que se niegan a acudir a sus vuelos de entrenamiento.
Hay reservistas de la marina que, para mostrar su rechazo a formas de democracia como las de Polonia o Hungría, bloquean el puerto de Haifa.
Altos cargos del Mossad que, aun a cara descubierta, no tienen miedo de alertar en contra de un posible pucherazo constitucional.
Son tantos los defensores y héroes del país que gritan alto y claro, unos detrás de otros, su renuncia a seguir órdenes que pongan en peligro la integridad del país.
Y luego están los cientos de miles de israelitas que se lanzan a la calle a recordar el papel liberador de sus padres y sus madres, que libraron al país de los giros del destino y las flechas de los hombres —y no se sacrificaron para que el genio judío acabara caricaturizado bajo el sainete que hoy muestran los “partidos religiosos”—.
Ahí radica el espíritu sionista.
Esta sociedad civil tan asombrosa es el corazón batiente de Israel.
Y estas son las fuerzas vivas que los judíos y sus socios debemos, cueste lo que cueste, fomentar.
Para ello, sin embargo, es necesario tener dos cosas muy claras.
La primera: en la dilatada historia de esta joven nación, Israel se ha sobrepuesto a tantas crisis que el resultado de la crisis actual no puede ser muy distinto. Los pastores maliciosos son gente insignificante.
Y la segunda: si llegara a equivocarme, si el influjo nihilista se saliera con la suya por un tiempo, si la metafísica de Herzl acabara alumbrando las peores formas políticas, ¡que no decaigan los ánimos ni se entregue nadie por mezquinos derroteros! Del mismo modo que existe una idea de lo que es Francia, o Italia, o cualquier país, y esta idea permite a estos sobrevivir a sus desfiguraciones, aunque Israel padezca ultrajes o golpes, saldrá vivo y coleando.
Occidente debe decretar una movilización general contra Rusia

24 febrero, 2023 02:33GUARDAR
Un año de ciudades y pueblos arrasados. De civiles atacados y bombardeados, de criaturas deportadas.
Un año de poner en práctica la estrategia de la tierra quemada (destruirlo todo antes de batirse en retirada) y de la estrategia de la fosa común (matar, volver a matar, matar como si se estuvieran talando árboles, porque los ucranianos son “rusos de segunda”, “subhumanos”, “insectos dañinos”).
Un año en el que una gran potencia, miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, ha desafiado al Derecho internacional, ha burlado las leyes castrenses y ha hecho gala de fuerza bruta, desaforada, sin límites, dispuesta a materializar cualquier clase de monstruosidad para remodelar el orden mundial en su propio beneficio.
Vladímir Putin durante una ceremonia en Moscú. EFE
Un año después, los iraníes observan, los turcos no pierden ripio, los islamistas radicales están al acecho y se preguntan hasta dónde está dispuesto a llegar Occidente para defender sus valores e intereses.
Y un año después, China revisa sus planes de invadir Taiwán. ¿Funcionará o no? ¿Cuáles acabarán siendo las lecciones de esta guerra ucraniana? ¿Se concluirá: “No pasa nada, Estados Unidos es un imperio impotente, recalcitrante, en irremediable decadencia”?
O, por el contrario: “Los hemos dado por muertos demasiado rápido. Por error, hemos contado con la muerte cerebral de la OTAN y de Europa. La firmeza de su reacción en Ucrania es la prueba de que debemos cancelar urgentemente o, en todo caso, postergar la operación prevista en Taipéi”?
Y ya ha pasado un año de la apisonadora rusa, de las oleadas de personas amenazadas en los frentes oriental y meridional y, sobre todo, un año de la resistencia del Ejército ucraniano ante los tristes soldados de la milicia de Wagner, adictos al vodka, criminales sacados de la cárcel para ir directos al matadero, sobornados.
Un Ejército que resiste, que se entierra en la tierra y en el fango y, cuando lo decide, cuando está seguro de tener los hombres y los medios suficientes, contraataca, reconquista el territorio perdido y corre al rescate de los principios de la democracia y de la libertad. Todo eso lo he filmado yo.
Pero esta guerra debe acabar, ya mismo.
En ninguna circunstancia debemos iniciar un segundo año de destrucción.
Y debemos hacer todo lo posible para que la comunidad internacional de dictadores no aproveche la situación para abrir nuevos frentes, nuevas brechas, ya sea en Taiwán, en Irak, en los Balcanes o en una isla griega en concreto.
Por otra parte, debemos hacer cuanto esté en nuestras manos para que la resistencia de los ucranianos sirva de advertencia para los “cinco reyes”, esos aprendices de brujo que tienen la tentación de seguir la senda neoimperial que ha abierto Putin.
Dicho de otra manera, Putin debe perder esta guerra.
Y ha de perderla no solo por el bien de los ucranianos, sino también por el del resto del mundo. Ha de sufrir una derrota rápida y sin paliativos.
Y los aliados de Ucrania deben decretar, en el umbral de este segundo año de guerra, sin demora ni reticencias, una movilización general de sus arsenales y sus recursos.
Eso es justo lo que ha dicho el presidente Macron en su discurso de Múnich.
Eso es justo lo que ha hecho el presidente Biden al venir a Europa a reunirse con su homólogo Zelenski en Kiev el Día de los Presidentes, cuando se conmemora el aniversario de George Washington.
Es como un gran movimiento de péndulo que relega a Putin, de repente, al campo de los desterrados de la tierra, donde se hallan sus últimos aliados, los menos lustrosos: Irán, los talibanes, los islamistas de Chechenia, los norcoreanos, los nostálgicos del colonialismo otomano.
[Putin amenaza a Occidente con misiles nucleares e hipersónicos para “defender la Patria”]
Aun así, oigo a las Casandras que, aquí y allá, vaticinan a gritos una escalada.
Y sé que por escalada entienden la reacción de la bestia herida, acorralada, pero equipada con armas de destrucción sin precedentes.
Pero, sobre este último punto, un año dedicado a escuchar a las distintas partes, en todos los frentes de Ucrania o más o menos, me ha convencido de dos cosas.
1. Ucrania, que era una potencia nuclear hasta el desastroso Memorando de Budapest, firmado en 1994, y por el que la nación se comprometía a trasladar sus arsenales a territorio ruso, sigue estando llena de expertos que saben de lo que hablan y que, al preguntarles, responden lo mismo: Putin no decide solo; la imagen del dictador con el dedo en el botón, capaz de desencadenar el apocalipsis, es muy ingenua; la cadena de mando en Moscú es de tal magnitud que lanzar un misil implica la participación de cien, quizá doscientas personas, de las cuales por lo menos una veintena tiene el poder de ponerle freno a todo en cualquier momento.
2. Aún más arriesgada que la hipotética locura del perro ladrador, si el chantaje de Putin diera sus frutos y si el miedo que nos infunde nos hiciera concederle ni que fuera una ínfima parte de sus exigencias, sería la certeza de ver a todos sus imitadores, tiranos y tiranillos del planeta, exclamar: “¿Así que solo hacía falta eso? ¿La bomba atómica significa tener carta blanca para todo? ¡Nos lo podrían haber dicho antes! El mundo, de un extremo a otro, por modestos que sean sus medios, cruzará entonces el umbral nuclear. La humanidad estará al borde del suicidio.
Se puede considerar el problema desde todas las perspectivas.
Pero, en el punto en que estamos, Rusia debe ser derrotada.
Y su derrota debe ser, lo repito una vez más, incuestionable, irrefutable, sin paliativos.