Sánchez Dragó fue una de las personas que contribuyeron a ratificar la pertinencia de mi nueva percepción del bien y del mal
El Cristo de la Supervivencia (5/4/23)
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12/04/2023 a las 12:12h.
Fernando Sánchez Dragó me cayó bien al primer vistazo. Nos conocimos a principios de los 90. Era un tipo inusual que siempre decía lo que le daba la gana sin que parecieran preocuparle las consecuencias. Antonio Herrero lo fichó para su programa de la Cope y cuando coincidíamos en el estudio lo pasábamos estupendamente. Yo crecí en el vientre de la derecha franquista, más o menos convencido de que los tipos como él, forjados en la fragua del Partido Comunista, tenían secretas protuberancias en la frente y olían a azufre. En el lance de la Transición me caí del caballo. Descubrí que muchos de ellos anhelaban la libertad tanto como yo. Y con más derecho. Después de todo habían luchado por conseguirla, aunque sin mucho éxito, jugándose el pellejo. Yo, no.
Cuando adquirí conciencia de ese hecho, tan contradictorio con la lógica que impregnaba mi pensamiento juvenil, mi pequeño y rudimentario mundo intelectual se puso patas arriba. Resulta que el totalitarismo liberticida que les había perseguido y encarcelado era el franquismo en el que yo había vivido a cuerpo de rey. Inconscientemente invertí mi visión de las cualidades ideológicas que movían el mundo. Los malos pasaron a ser menos malos, y los buenos mitigaron su bondad. Él recorrió el camino inverso al mío. Por eso despreciaba a la izquierda que yo respeto y en cambio simpatizaba con la derecha que yo critico. Él conocía el mundo del que procede. Yo conozco el mundo donde crecí.
Sánchez Dragó fue una de las personas que contribuyeron a ratificar la pertinencia de mi nueva percepción del bien y del mal. Ni tenía protuberancias en la frente ni olía a azufre. Andaba por la vida sin complejos, se ponía el mundo por montera y, desde luego, seguía dispuesto a luchar por las mismas cosas que le llevaron a la cárcel en los años duros. Convencido de que la izquierda ya no era el lugar adecuado para esa tarea, buscó nuevos estandartes, removido siempre por la nostalgia de su eterna revolución pendiente contra la dictadura de lo establecido. Mientras tuvo fuerzas para empuñar la pluma al servicio de aventuras que merecieran la pena –y las de combatir el sanchismo disfrazado de Frankenstein o la tiranía de lo políticamente correcto lo eran– cualquier llamamiento a la rebelión cívica le encontraba dispuesto a movilizarse en su defensa.
Los sucesivos desengaños no arruinaron su esperanza de encontrar algún día al caballero de la tabla redonda que fuera capaz de ocupar el asiento peligroso. Siempre estuvo dispuesto a apoyar a cualquiera que estuviera dispuesto a defender a los miles de españoles cabreados que no se resignan a vivir aplastados por la tiranía de las modas y las consignas de la izquierda sin plantar batalla. Su móvil no era la búsqueda de un modelo de convivencia, sino un plan de resistencia, una idea de valor. Pero no el de Harry el Sucio, sino el de Atticus Finch en la novela de Harper Lee. Pincho de tortilla y caña a que, al otro lado del espejo, el galgo corredor habrá encontrado los días azules que tanto anhelaba