Si la libertad debía ser la norma, ¿cómo es posible entender que el liberalismo sea más a menudo minoritario tanto en la filosofía como en la política?
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CARBAJO & ROJO

02/04/2023
Actualizado 03/04/2023 a las 02:37h.
Para mi gran asombro, la fundación FAES, que preside José María Aznar, me acaba de conceder el premio de la Libertad en reconocimiento a mi trabajo, mis escritos y mis acciones. Una auténtica sorpresa, porque a diferencia de algunos ilustres predecesores de este premio, como Margaret Thatcher o Mario Vargas Llosa, el liberalismo nunca me ha supuesto grandes esfuerzos, ni políticos ni intelectuales. Para mí, la libertad es algo natural, como el aire que respiro. Nunca me ha tentado ninguna otra ideología, nunca he escrito una línea que no me haya sido dictada por mi sentido innato de la libertad. Pero, obviamente, mi liberalismo innato es una rareza. Cuando, hace más de cuarenta años, publiqué mis primeros libros y artículos en defensa de la libertad –en una época en que el comunismo, el maoísmo, el castrismo y el socialismo eran aún realidades agresivas–, los periodistas me preguntaban constantemente por dónde había pasado antes de convertirme en liberal.
¿No era yo, como muchos intelectuales liberales, un decepcionado del marxismo? Pues no. Si me pregunto por qué nací liberal, sin duda se lo debo a mi historia familiar. Mis padres, judíos de Europa central, pasaron su trágica vida huyendo de las ideologías totalitarias: el bolchevismo, el nazismo y el fascismo del mariscal Pétain. Todas estas ideologías de muerte tenían en común idealizar el Estado y deificar el poder público y a sus dirigentes. Llegué a la conclusión de que no había nación sin Estado y que, al mismo tiempo, el Estado era un mito peligroso, a la vez protector y asesino, si no se controlaba su tendencia espontánea a excederse en sus competencias y a reducir a los ciudadanos a esclavos y carne de cañón.
Me pareció entonces evidente que las ideologías, tanto de derechas como de izquierdas, eran solo una farsa, religiones alternativas para idealizar el Estado y legitimar su violencia. El liberalismo, por tanto, no es una ideología, y tampoco una teología, sino una resistencia contra cualquier abuso de poder, en la vida privada como en la vida pública. Una resistencia contra las falsas religiones, cuyos líderes son un sustituto de los papas y los burócratas, el clero.
Sobre la base de estas evidencias –ya que, para mí, son evidencias– fui llevado, de libro en libro y de columna semanal en columna semanal, a preguntarme, ante cada intervención del Estado, si no había una alternativa mejor que apelara a la libertad individual antes que a la burocracia pública. El liberalismo, en mi opinión, no es tanto una alternativa a la intervención pública sino la solución principal. En caso de que este fracase, pero como segundo recurso, el Estado puede resultar necesario, siempre que siga siendo mínimo.
Pero, si la libertad debía ser la norma, ¿cómo es posible entender que el liberalismo sea más a menudo minoritario tanto en la filosofía como en la política? Recuerdo al economista austriaco Friedrich von Hayek explicándome que, como los liberales no eran muy numerosos, debían hablar más alto que los demás para hacerse oír. Lo hago lo mejor que puedo y, en España, ABC me ayuda desde hace veinte años. ¡Gracias! Pero, ¿por qué somos tan pocos si consideramos que el hombre debe ser libre por naturaleza?
El hecho de que estemos objetivamente en minoría obliga, me parece, a hacer autocrítica. En una ocasión le dije a Mario Vargas Llosa que los liberales tenían que ser modestos, ya que eran minoría; el liberalismo o es modesto o no lo es, lo que sorprendió a Mario Vargas Llosa. Esta modestia nos obliga a cuestionar el hecho de que la mayoría prefiera las ideologías estatales, e incluso las ideologías totalitarias, a la libertad. En otras palabras, las utopías más descabelladas seducen, a pesar de sus repetidos fracasos, a la gran masa de nuestros conciudadanos. Es fácil de entender: la Libertad asusta porque obliga a la responsabilidad personal y a pensar por uno mismo, lo que es agotador. Por el contrario, las ideologías iliberales proporcionan un pensamiento listo para usar.
Basta seguirlo para creer que lo entendemos todo y, además, que no estamos solos. El iliberalismo sustituye al pensamiento personal y nos incluye en una cálida comunidad de creencias y acciones. Ser liberal es extenuante, ser iliberal es relajante. Pero, ¿quién, si no la mayoría, no aspira al descanso? Por lo tanto, ser liberal exige, por modestia, comprender por qué todos los demás son iliberales. Esta misma modestia también nos obliga a admitir que ciertos comportamientos humanos no pueden explicarse con el pensamiento liberal: el nacionalismo, la identidad tribal o comunitaria, por ejemplo, son tan específicos de los humanos como la libertad. El liberalismo no tiene una respuesta clara a estas adhesiones colectivas a comportamientos iliberales. Y, sin embargo, existen.
Por tanto, el liberalismo no lo explica todo, no es una respuesta total y universal a la condición humana. Diría que, en el mejor de los casos, el liberalismo explica la mitad de la condición humana, en todas las civilizaciones (otro tema que no tengo espacio para tratar aquí), pero solo la mitad. La fuerza del liberalismo, por lo tanto, proviene de su modestia; sabemos que los demás piensan de otra manera. Convendría que esos otros aceptaran nuestra libertad de espíritu; pero nosotros somos tolerantes, los otros no. Esta es nuestra debilidad y nuestra fuerza, ya que nunca nadie ha podido erradicar el liberalismo. Y seguiremos el consejo de Hayek: hablar alto, fuerte y sin miedo.