¿De qué os quejáis, bonitas?

Porque acabas siendo víctima, sí, pero de ti misma. Te cortas las alas

Mariona Gumpert

MARIONA GUMPERT

10/03/2023 a las 01:39h.

«La facultad de Farmacia es cada día más decadente, llena de mujeres y minusválidos», exclamaba el jefe del departamento donde mi madre investigaba para su tesis doctoral. Este señor ya olía a ataúd cuando yo no había nacido todavía, para mí sólo fue una anécdota de un gruñón senil cuando la escuché. Que no le diera mayor importancia se debe también a que soy la cuarta generación de universitarias en mi familia. Estudié, además, en un colegio femenino, rodeada de licenciadas en filosofía, química, matemáticas, física, literatura, etc. Gracias a esta burbuja – porque sí, mis circunstancias no son extrapolables en modo alguno al resto de mujeres españolas- por mi cabeza nunca pasó la opción de que yo estuviera menos capacitada para estudiar que los varones. No es que me planteara la posibilidad de ser minusvalorada por ser mujer y después rechazara la idea por absurda, no. Simplemente no entraba dentro de mis esquemas mentales, así como nunca he pensado que podría poner a mis hijos de 6 y 9 años a trabajar y traer así más dinero a casa.

No pretendo con esto fardar de circunstancias, menos aún de familia. Mi abuela siempre me advertía: «No presumas jamás de familia: en todas hay un cura, una monja, una puta y un ladrón.» Y me consta que no lo decía como proverbio o moralina sino desde la experiencia personal. Lo que quiero es hablar de marcos mentales y de cómo estos condicionan nuestra conducta. Volvamos al difunto jefe de mi madre, a su desprecio hacia las mujeres y los discapacitados. Si lo tuviera delante me reiría en su cara por lo que toca a su visión de lo femenino, pero me temblarían las piernas ante su alusión a la gente con minusvalía. Cuando contaba con 14 años pillé un virus que me desencadenó una enfermedad crónica bastante incapacitante y contra la que es difícil lidiar. Desde entonces he tenido que estudiar y trabajar desde casa, y nunca sé cuándo se recrudecerá y pasaré dos o tres semanas fuera de juego, vegetando en la cama.

Lo normal ante estas circunstancias es agobiarse: «¿acabaré bachiller? ¿la carrera? ¿el doctorado? ¡mis compañeros lo tienen más fácil que yo, están sanos, ¿qué voy a hacer?! ¿seré buena madre, aunque no siempre pueda cuidar de mis hijos, ni jugar con ellos? ¿qué va a pensar de mí la gente? ¿de qué voy a trabajar? ¿podré entregar mis columnas la semana que viene?» He sido, soy, mi principal enemigo. Mis miedos han hecho que desconfíe de los demás, entre otras cosas porque siempre te encuentras con un par de cretinos que te llaman de todo menos bonita, así como todavía quedan machistas desnortados en España. Pero el resto de personas -familia, amigos, compañeros, profesores, jefes- han sido siempre mi mejor apoyo. A lo que voy: arredrarse, victimizarse, enfadarse con los demás o temerles no es el camino. Porque acabas siendo víctima, sí, pero de ti misma. Te cortas las alas. Hay que echarle huevos. U ovarios, lo que prefieras. Pero ser una llorona sólo te devuelve al estereotipo que tanto odias: el de que somos el sexo débil.

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