El animalista odia a los hombres mucho más de lo que ama a los perros

No hace falta ser animalista para saber que existe un lugar en el infierno reservado a los maltratadores de perros. El animalista se figura que pertenece al bando perruno, y no entiende que si los perros no le gruñen será únicamente porque les da de comer. El animalista odia a los hombres mucho más de lo que ama a los perros, y por esta razón es imposible que un perro ame de veras a un animalista; no digamos ya que lo acepte como abogado. Porque lo propio de los perros es el amor a los humanos. Y en justa correspondencia los humanos sensibles -muchos de ellos cazadores- cuidan a sus perros, detestan a los maltratadores y combaten con la razón y el corazón esa desviación herética de la condición humana y canina que llamamos animalismo.
No afirmamos en vano que el perro es el mejor amigo del hombre, porque la raza humana no habría progresado de Atapuerca a Silicon Valley sin ayuda de la canina. Sus destinos biológicos están unidos: el perrismo es un humanismo. Ejerciendo de nexo del matrimonio Arnolfini o esculpido a los pies de un sepulcro real, el perro lleva siglos simbolizando la lealtad elevada a su grado máximo de pureza; ese grado que los hombres desearían de las mujeres y las mujeres de los hombres y todos nosotros de todos nosotros. Esa lealtad que solo se da en los perros y que nos conmueve cuando regresamos a casa o nos apena cuando partimos de viaje. Esa mirada que nos perdona como nos gustaría ser perdonados por los hombres.
Un científico alegaría que eso que en los perros llamamos lealtad o perdón no responde a emociones morales sino a expectativas fisiológicas: el animal se limita a cultivar una relación de interés con su amo. Y tendría razón, porque la infinita superioridad de los afectos humanos sobre los caninos consiste en que implican voluntad, elección, conciencia, renuncia, apuesta. Todo eso que Tinder sacrifica y que el personal sustituye con placebo zoológico. Pero sigo pensando que un corazón sano no puede amar a su perro sin amar a los hombres y viceversa; que Hitler no quería a su perro sino que le excitaba su sumisión; y que seguramente un alegre chucho sin pedigrí rondaría el taller de carpintero de Jesús de Nazaret. Yo no tengo perro porque no llevo la clase de vida que un cánido compartiría de buen grado. Y ojalá la nueva ley del sanchismo sirviera al fomento de esta elemental responsabilidad. Pero me temo que solo se trataba de clavar otra bandera ideológica en el lomo impenitente del hombre occidental. Pese a que es la especie favorita de todos los perros del mundo.