Elogio de la nariz tapada. Jorge Bustos

Pronto empezaremos a oír hablar de esos electores que terminan decantando el poder: los que votan con la nariz tapada

Elogio de la nariz tapada
Quique GarcíaEFE

A los votantes se les podría clasificar por el órgano que los conduce hasta la urna. Los que no llegan a fin de mes votan con el riñón. Aquellos que experimentan un rechazo visceral hacia el Gobierno antes que un positivo entusiasmo por la oposición son los votantes hepáticos, porque el hígado es la glándula de la bilis. Y existe en fin un puñado de idealistas que todavía vota con el corazón. Pero debemos reconocer que el órgano electoral por excelencia es la nariz. Por eso pronto empezaremos a oír hablar de esos electores que terminan decantando el poder: los que votan con la nariz tapada. La pugna por seducir a un millón de narices sensitivas pero finalmente magnánimas con los hedores de un concreto candidato es prioritaria en las perfumerías de campaña de Génova y de Ferraz.

Votar con la nariz tapada está muy infravalorado en España. Quizá el país que inventó el quijotismo tienda todavía a confundir la política con la caballería andante, cuando no con una religión sustitutoria o con la pura superstición identitaria. Demasiada gente sigue esperando de la política lo que la política jamás podrá darle. Los demás nos tapamos la nariz no para engañarnos, sino precisamente porque advertimos los malos olores que inevitablemente desprende todo oficio que trabaje en las profundidades de la naturaleza humana. Una vez aspirados jerarquizamos los tufos, comparamos las fetideces, aislamos el foco puntual de pestilencia en la ejecutoria de tal o cual partido para ponderar el aseo general de una propuesta determinada. No pedimos soluciones mágicas a los gobiernos: nos conformamos con que no multipliquen nuestros problemas.

Reivindicamos el orgullo de votar con la nariz tapada porque las alternativas son bastante más repelentes. Está el empalagoso candor del votante que se declara completamente representado por su partido, pongamos que por Yolanda Díaz. Semejante grado de identificación está condenado a la melancolía, y bien lo saben los partidos de la llamada nueva política. Pero hay algo más tóxico que el fervor y es el cinismo: la pituitaria estragada de tanto tolerar la mierda propia, hasta el punto de que deja de percibirse. Esto pasaba mucho con el bipartidismo, y la necesidad de aire fresco lo quebró. Años después la única esperanza es que el otro huela peor que tú.

Habrá que taparse la nariz o rogar que se alarguen los catarros. Promete ser un año irrespirable

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