Actualizado Viernes, 30 diciembre 2022 – 22
Paseando ayer por este Madrid ya mío, entre visitantes que lo poseen sin esfuerzo, sentí que se abría: bullicioso y solemne, íntimo y extranjero. Comprendí por qué es más exigente con sus hijos nativos

El madrileño ha necesitado 40 años para descubrir que Madrid es una forma de relacionarse con el tiempo antes que con el espacio. Estos días la ciudad da su mejor cara, fría y luminosa como el pilón de una fuente neoclásica. Una lluvia maniaca ha lavado las calles hasta dejarlas irreconocibles, de modo que los pocos madrileños que no se han fugado a la blanca montaña o que no se ocultan en su aldea primigenia -ya se sabe que el madrileño fetén no es de Madrid- recorren asombrados los rincones que creían familiares. Y se detienen confundidos, mezclados estratégicamente entre los turistas, porque no recordaban que su ciudad fuera tan hermosa.
El madrileño es un neoyorquino con tiempo para unas cañas, pero para nada más. Es alguien que hace todo a toda leche, incluso sabe no hacer nada a toda leche, habilidad que causa una admiración campesina en sus pausados compatriotas. El madrileño se vuelve odioso por su paso urgente y su conducción furiosa, por esa verticalidad de delantero bulímico. La prisa es tan madrileña como la Cibeles, y por eso el madrileño odia los charcos que ralentizan su avance marcial hacia la gloria o la nada. Le indigna que la lluvia conspire contra sus planes de victoria. Desacata las aburridas leyes de la naturaleza, a la que destina poco tiempo y menos espacio porque tiene cosas más importantes que hacer. Cuando cede a la jubilación lo hace por agotamiento físico, porque el madrileñismo extenúa tanto como la minería, y a partir de ese momento se abandona a una decrepitud vegetativa y melancólica.
Un madrileño que sea hijo de madrileños y nieto de madrileñas no tiene tan fácil ser madrileño como un señor de Cuenca o una universitaria recién llegada de Pontevedra. Haber nacido en Madrid es el principal obstáculo para ser madrileño, pero cuatro décadas después de mi matritense nacimiento -todo un éxodo en términos veterotestamentarios- creo haber conquistado al fin mi propia cuna, mi título capital. Me ha costado tomar el foro muchas horas de estudio y de disipación, muchos trabajos ganados y perdidos. Quise ser lo que soy y lo voy siendo, siempre acechado -como buen madrileño- por la fulminante posibilidad de dejar de serlo.
Paseando ayer por este Madrid ya mío, entre visitantes que lo poseen sin esfuerzo, sentí que se abría: bullicioso y solemne, íntimo y extranjero. Comprendí por qué es más exigente con sus hijos nativos, y por qué me he pasado media vida haciendo turismo por los pasillos de mi casa, que hoy es la casa de un propietario debutante, alucinado, pleno. Feliz 2023.