Un electorado en busca de partido
«En vez de unir fuerzas para desactivar al peor enemigo interno que tiene España, los dos grandes partidos lo han alimentado de manera suicida hasta situarlo fuera de control»
NIETO
ALEJO VIDAL-QUADRAS
Han transcurrido 44 años desde la aprobación de la vigente Constitución y muchos ciudadanos de Cataluña y también del resto de España se preguntan angustiados cómo se ha podido llegar a la desastrosa situación actual, con un 40 por ciento de los catalanes partidarios de que su comunidad sea un estado independiente, un golpe secesionista fugaz y fallido, pero intentado, y una sociedad profundamente dividida, empobrecida materialmente, inmersa en la frustración o en el desánimo e inquieta ante un futuro plagado de incertidumbres. Teniendo en cuenta que en la etapa de la Transición el número de separatistas no llegaba al 10 por ciento, cabe preguntarse cuáles han sido las razones de este incremento paulatino del soberanismo y quiénes han sido los responsables de su auge.
En el caso concreto que nos ocupa, el crecimiento arrollador del independentismo en Cataluña a lo largo de cuatro décadas, hasta detentar la mayoría de escaños en el Parlament, una opresiva hegemonía en los ámbitos de la cultura y de la creación de opinión, una amplia implantación municipal y una influencia decisiva en el Congreso en Madrid, ha de tener una explicación racional y su adecuada comprensión resulta imprescindible para afrontar con probabilidades de éxito un fenómeno político, social, cultural y sentimental que, objetivamente analizado, le ha traído a Cataluña más desgracias que fortuna desde que asomó su hirsuta testuz en el último cuarto de siglo XIX.
No se requiere una reflexión demasiado aguda para establecer la conclusión de que en la actual democracia española el proceso en cuestión ha sido fruto de un error conceptual, político, estratégico y moral de alcance sistémico, que no es otro que la falta de comprensión por parte de los dos grandes partidos nacionales de la verdadera naturaleza de los nacionalismos de identidad, gravísimo desenfoque que ha causado un daño considerable en toda España y que en Cataluña en concreto ha sido devastador. Hay que enunciarlo con toda claridad y sin vacilación: el nacionalismo identitario –es decir, la doctrina política que postula que la humanidad se parcela en grupos disjuntos, necesariamente homogéneos y definidos por uno o varios elementos caracterizadores exclusivos (raza, lengua, historia, creencias o costumbres) y que cada uno de ellos tiene el derecho inalienable de poseer un estado independiente– es difícilmente compatible con la democracia. Baste recordar que el fundamento ético del nacionalismo identitario es intrínsecamente perverso en la medida en que pone la identidad, sea esta étnica, lingüística, histórica o religiosa, por encima de valores universales como la libertad, la igualdad o la justicia. Su aplicación forzosa y coactiva en las modernas sociedades plurales, heterogéneas y globalmente conectadas se traduce en toda suerte de vulneraciones de derechos y libertades esenciales, cuando no en guerras absurdas, en limpiezas étnicas o en violencia sectaria. Ningún nacionalismo del tipo de los que hoy dominan Cataluña o el País Vasco ha producido más bien que mal en las sociedades en las que ha imperado. La ingenua presunción de los padres constituyentes de 1978 de que nuestros nacionalistas periféricos se comportarían lealmente y se abstendrían de utilizar el enorme poder institucional, financiero, administrativo, educativo, mediático y político puesto a su disposición para lograr sus agresivos fines se ha probado sobradamente equivocada.
A partir de esta constatación, la consecuencia lógica hubiera debido ser la de neutralizar permanentemente su capacidad de acción política y su posible influencia en el funcionamiento del Estado, en otras palabras, privarles, siempre dentro del ordenamiento jurídico, de cualquier herramienta válida para sus destructivos fines. Pues bien, los dos grandes partidos nacionales han hecho sistemáticamente lo contrario. En vez de unir fuerzas para desactivar al peor enemigo interno que tiene España, lo han alimentado y engordado de manera suicida hasta situarlo fuera de control. El recurso a partidos nacionalistas como aliados parlamentarios cuando uno de los dos grandes partidos nacionales no alcanza la mayoría absoluta equivale a poner en peligro la solidez de las instituciones y la propia existencia de España como nación. Si cada vez que el PP o el PSOE han necesitado llegar a acuerdos con otras formaciones para disponer de un Gobierno estable, hubieran pactado con el otro gran partido nacional en vez de con los nacionalistas, habríamos evitado el desastre actual.
Frente al separatismo, la sociedad catalana ha generado diversos intentos defensivos desde 1980 hasta el presente. En tres ocasiones, se ha abierto una ventana de esperanza a la posibilidad real de consolidar una alternativa política al nacionalismo secesionista. La primera fue en las elecciones autonómicas de 1995, cuando el PP pasó de los siete escaños obtenidos en 1992 a diecisiete y alcanzó su mejor porcentaje histórico sobre voto emitido, un 13,1 por ciento, cuajando así un proyecto al alza; la segunda se produjo con la victoria en voto emitido de Pasqual Maragall en 2003, y la tercera la trajo el arrollador éxito de Ciudadanos en 2017, que se situó como primera fuerza en votos y en escaños.
En cada uno de estos tres puntos de inflexión, el partido de ámbito nacional implicado malogró el éxito obtenido. En 1995, Aznar desmanteló sus propias siglas en Cataluña a cambio de un apoyo parlamentario de Jordi Pujol en Madrid que hubiera tenido de todas formas; en 2003 Maragall urdió un tripartito de un nacionalismo tan o más virulento que el que CiU había practicado hasta la fecha, y en 2017 la entonces líder de Ciudadanos en Cataluña abandonó su comunidad de adopción y se trasladó a la capital del Reino para incorporarse al naufragio de su partido a nivel nacional. Esta sucesiva serie de decepciones ha sembrado la desmoralización y el hastío en el electorado constitucionalista en Cataluña, que ha castigado severamente al PP y a Ciudadanos y ha vuelto a concentrar su voto, más por resignación que por entusiasmo, en el PSC, que, lejos de tomar la bandera del pluralismo y la defensa de los derechos lingüísticos y culturales de todos los catalanes, se ha mantenido en su papel de lacayo del nacionalismo, siempre al servicio de las. necesidades de un PSOE en minoría en la carrera de San Jerónimo.
En este contexto, la mitad de la población de Cataluña, que desea formar parte de un gran proyecto español de dimensión europea y trasatlántica, es un electorado en permanente y hasta hoy defraudada búsqueda de un partido, y si es cierto que la necesidad crea el órgano, en pura teoría evolutiva acabará generándolo. La reciente aparición de Valents, una formación en ciernes, pero a la que las encuestas auguran una segura entrada en el Parlament, junto a la irrupción de Vox, son las últimas manifestaciones de este forcejeo del constitucionalismo catalán por encontrar por fin su lugar y su presencia efectiva en una sociedad que, libre de la lacra identitaria, sería sin duda una de las más prósperas, avanzadas, dinámicas y atractivas de Europa.