Libremos a la filosofía de los filósofos. Por Félix Ovejero. “No es casualidad que, en su mayoría, los nuevos censores procedan de facultades de humanidades. En el trasfondo de la cultura de la cancelación hay grandes dosis de un moralismo abstracto, que usa los principios como conjuros arrojadizos…”

Libremos a la filosofía de los filósofos

El autor reflexiona sobre cómo se imponen unanimidades de cartón con el resultado de una enloquecida circulación de conceptos (identidad, violencia estructural, heteropatriarcado…) muy eficaces en tareas intimidatorias

Libremos a la filosofía de los filósofos
RAÚL ARIAS

Cada año aparece algún manifiesto defendiendo a la filosofía. A la filosofía o a las humanidades, en general. Las defensas, por lo común, responden a intentos de disminuir -o directamente de suprimir- su presencia en los planes de estudio. Aunque no faltan exposiciones muy razonadas, la calidad de los argumentos no resulta deslumbrante, impropia de los herederos de Descartes, Spinoza o Kant. Justo es reconocer que, por su propia naturaleza, un manifiesto no tiene carácter demostrativo. Pero, por eso mismo, casi mejor evitar la tentación de la mala retórica.

La mayor parte de los escritos aparecen trufados de jeremiadas acerca de la importancia de los valores, el espíritu crítico y hasta de la pedagogía. La filosofía sería la garantía de que tan importantes asuntos no resultan desatendidos. Tales apelaciones parecen asumir, entre otros, dos supuestos discutibles: que hay lugar para una enseñanza sustantiva, específica, de los buenos comportamientos; que las ciencias mal llamadas naturales son ajenas al cultivo de tales virtudes.

El primer supuesto ya asomaba en ciertas defensas de la razonable Educación para la Ciudadanía, cuando insistían en la importancia de «enseñar valores». Un bien intencionado empeño. Eso sí, un imposible. Y es que, como argumentó la mejor filosofía, la virtud, como el buen sexo, se aprende en su práctica. No se conoce el valor sino en su ejercicio. Lo otro es mala catequesis -o, peor, alguna variante de Paulo Coelho- condenada al fracaso. Como esforzarse por ser espontáneo, por dormirse o por olvidarse de alguien. Que no hay manera. Sucede con empeños tan importantes como la autorrealización, la felicidad o el amor: no podemos acercarnos voluntariamente a ellos. De diversa manera, son subproductos, que se obtienen -y solo se pueden obtener- cuando se está en otras cosas. Uno se esfuerza por alcanzar una meta (escribir un libro, tocar un instrumento, etcétera) que le importa y, si le sale bien, sin pretenderlo, se autorrealiza. Si le sale bien, que si no, si fracasa en conseguir su objetivo -que no es la autorrealización-, acaba mal, se frustra. Y lo mismo en la felicidad y el amor. La fragilidad del bien, de la que hablaba Martha Nussbaum. La intemperie de la vida digna de ser vivida. Lo que no cabe en el catecismo.

El razonar, tanto en asuntos morales como empíricos, no se ejerce en el vacío; no hay una reflexión desprendida de asuntos y prácticas. Y con eso vamos al otro supuesto, al monopolio de las humanidades en la gestión de la virtud y la excelencia. Parece contraponerse un mundo de refinados humanistas a otro de majaderos doctores Strangelove, cuando no directamente Mengeles. Solo los primeros encarnarían los valores civilizatorios de nuestra cultura: la versión más clásica de la superioridad moral, esa que conduce a echar de las fiestas por patán a quien ignora los sonetos de Shakespeare, pero no a quien resulta incapaz de mencionar alguna de las leyes de la mecánica newtoniana. La más clásica y la más insostenible. A estas alturas, más de 60 años después de la famosa conferencia de C. P. Snow, The Two Cultures and the Scientific Revolution, parece innecesario recordar que hay tanta cultura en Newton como en Shakespeare. Y si se trata de cultura material, qué decir. Nuestro mundo, sin duda, resultaría más pobre sin El Quijote, pero es que sin las vacunas -o el ordenador- ni siquiera nos resultaría posible o inteligible.

A las consideraciones empíricas se unen las conceptuales: la mejor ciencia es inseparable de la crítica, incluso de la crítica despiadada. El camino a las buenas teorías es el resultado del fuego cruzado de argumentos cuyo resultado final es disponer de las mejores teorías. Y todo ello sin necesidad de invocaciones morales ni de buenismos: somos dogmáticos defendiendo nuestras teorías y avinagrados críticos, amantes de la verdad, a la hora de destrozar las teorías ajenas. No hacen falta apelaciones a peculiares sensibilidades bien educadas: el diseño institucional de las comunidades científicas, que exige publicidad en los argumentos, se nutre hasta de nuestra miserable disposición a encontrar la paja en el ojo a ajeno y a ignorar la viga en el propio. Los estudiosos -por ejemplo, Hugo Mercier o Dan Sperber- lo llaman vigilancia epistémica.

Frente a eso, en no pocos quehaceres humanistas se imponen unanimidades de cartón. No se sabe muy bien en qué ni por qué, pero se está de acuerdo. La patología se sostiene en una serie de mecanismos bien conocidos por la buena teoría social, que la hay: sobreentendidos que dan por bueno lo que se lleva; temor a discrepar de supuestas opiniones mayoritarias; cobardías epistémicas de grupo («si los demás no dicen nada, habrá que fiarse»); acuerdos sobre tesis que nadie precisa y que se aceptan precisamente porque su falta de claridad hace imposibles los debates. El resultado es una enloquecida circulación de conceptos carentes de la menor precisión (heteropatriarcado, violencia estructural, identidad, etcétera) y que, precisamente por ello, resultan extraordinariamente eficaces en tareas intimidatorias: el condenado nunca sabe cuándo se incurre en pecado. El oscurantismo presentado como pensamiento crítico.

En realidad, si nos atenemos a la historia reciente, sobran razones para dudar de una saludable relación entre las humanidades y los valores civilizatorios. Ahí tenemos a la cultura de la cancelación, un genuino producto de las facultades de Humanidades, acallando solventes investigaciones en física, biología y hasta matemáticas en nombre de sentimientos mancillados. Y sin que nadie se atreva levantar la mano. Disciplinas cuyos resultados ni siquiera son falsos fiscalizan a la mejor ciencia. Los científicos señalados, que no son héroes, acaban callándose y, si es menester, acudiendo a seminarios sobre perspectiva de género como otros acudían a lecciones de materialismo dialéctico en la extinta URSS. Nada nuevo desde que en 1277 el obispo de París condenó 219 proposiciones ontológicas -como «errores obvios y aborrecibles»- y, con ello, impidió que prosperaran las interesantes investigaciones físicas de la Universidad de París. Al menos en aquellos tiempos se apelaba a atendibles argumentos filosóficos como, por ejemplo, que la ciencia no puede aspirar a verdades indubitables ni a conocimientos demostrativos, necesariamente verdaderos, sino solo a modestos conocimientos probables. Mucho mejor sin duda que la apelación a sentimientos ofendidos de dogmáticos que se presentan como revolucionarios o de antifascistas que amenazan la libertad de expresión.

No es casualidad que, en su mayoría, los nuevos censores procedan de facultades de humanidades. En el trasfondo de la cultura de la cancelación hay grandes dosis de un moralismo abstracto, que usa los principios como conjuros arrojadizos, y se entrega a la autocomplacencia: nosotros defendemos nuestras ideas no porque sean buenas ideas, sino porque somos buenos; no como nuestros rivales. Una mentalidad adolescente, de debate de scouts que, entre otras cosas, impide entender el mundo y sus patologías. Con consecuencias profundamente reaccionarias: ante las indiscutibles injusticias del mundo, no invita a modificar las reglas del juego, las instituciones, a estudiar en serio posibilidades alternativas, sino a reeducar y, si acaso, a cambiar a los gestores por otros, dotados de buenas intenciones, los nuestros, los buenos.

Por ese camino la filosofía de rogatorias y buenos deseos, à la Coelho, acaba por enfilar contra la buena y seria teoría social. Y claro, más temprano que tarde, aparecen los Trump de turno reclamando arramblar con la filosofía y todo los demás, sin separar el trigo de la paja, incluida la buena filosofía, la informada, atenta al conocimiento solvente. Ya hay señales: hace unos años el Gobierno de Japón cerró 26 facultades de Ciencias Sociales y Humanidades. El decreto ministerial prescribía a las universidades «servir en áreas que llenen mejor las necesidades de la sociedad». Cuando llegan esas horas, y ya no cabe matizar que no todo es lo mismo, de poco sirve entonar Imagine.

  • Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona. Su libro más reciente es Secesionismo y democracia (Página Indómita).

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