“El marxismo desprecia la economía”, por el catedrático de Hª del Pensamiento Económico Pedro Fraile Balbín

«Tenemos un problema económico doble con nuestro Gobierno. Con un par de honrosas excepciones, sus miembros no saben lo básico del funcionamiento de un mercado abierto en una sociedad democrática; pero, además, aunque lo supiesen, no querrían usarlo porque para ellos, la libertad y el bienestar que de ella se desprende son irrelevantes frente al sugestivo control del Estado y la permanencia en el poder»

Es un pequeño milagro de la democracia y de los mercados políticos abiertos que, aunque el bienestar general no quite el sueño a los gobernantes, estos tengan que preocuparse por la economía si quieren permanecer en el poder. Ha pasado siempre con políticos de todas las tendencias. Los conservadores estaban más familiarizados con las finanzas y la llevanza de los negocios pero, una vez dejado atrás el marxismo, también muchos de izquierdas asesaron en su visión de la economía. Con contadas excepciones, los ministros de finanzas socialistas europeos y norteamericanos han tomado decisiones más o menos sensatas, la política monetaria y los presupuestos no solían enloquecer aunque gobernase un izquierdista. Este marco de relativa libertad y cordura económica permitió que

 durante tres o cuatro décadas las sociedades de mercado abierto -con gobiernos conservadores o izquierdistas- acumulasen capital y conocimientos para multiplicar el producto por persona y el nivel de vida general. Una mirada a las series históricas del PIB de los países occidentales durante la llamada ‘Golden Age’ hace difícil distinguir la ideología del gobierno en cada momento. A partir de los años setenta, se desaceleró la productividad y empezaron a alternarse cada vez más las crisis con los periodos de expansión pero, con excepciones concretas, predominó, más o menos, la sensatez económica. Los recientes cálculos de Prados de la Escosura sobre desarrollo humano (Human Development and the Path to Freedom, Cambridge UP) permiten ver que el bienestar de los europeos se duplicó entre la Segunda Guerra Mundial y la crisis de los setenta, y que se ha cuadruplicado desde principios del siglo XX hasta ahora. En Occidente lo importante sigue siendo crecer y mejorar el bienestar, todo en un contexto de libertad. La economía sigue estando entre lo más importante para todas las ideologías.

España no ha tenido tanta suerte. El consenso político sobre la importancia de mantener una política económica sensata fue decisivo para la estabilidad del franquismo y para el éxito de la transición democrática. Pero empezó a cambiar con el giro anti-constitucional y el neomarxismo a principios de este siglo. En la tradición intelectual marxista-leninista la economía ocupó siempre un segundo lugar. Su objetivo prioritario es la conquista de todo el Estado, la ocupación de todas sus instituciones. A pesar de que Lenin escribió dos obras con pretensiones teóricas de economía -‘El desarrollo del capitalismo en Rusia’ (1899) e ‘Imperialismo: fase superior del capitalismo’ (1917)- su visión del análisis económico como instrumento de gobierno era bien distinta. En su ‘Qué hacer’ (1902) dejó bien claro su rechazo a que la revolución se ocupase de las mejoras salariales, los problemas acuciantes de desabastecimiento o la pobreza. La economía era un problema menor que incluso su cocinera, como él mismo afirmaba, podría organizar. La preocupación por las condiciones de vida era economicismo, una artimaña burguesa para fomentar la pasividad fatalista del proletariado y desviar la atención revolucionaria de la lucha por el triunfo de la clase trabajadora. Sin embargo, el rechazo leninista contra los socialdemócratas revisionistas -Kautsky, Bebel, Bernstein- no iba desencaminado. El revisionismo socialdemócrata no era una simple desviación, sino la refutación de la falacia marxista en su totalidad. Si los precios (incluyendo el del trabajo) no se formaban por el valor-trabajo que contenían sino por la apreciación subjetiva de dos partes contratantes, la teoría de la plusvalía, la explotación, la acumulación de capital y todo lo demás se caía como un castillo de naipes. El análisis económico de los socialdemócratas se convertía así en un enemigo de la revolución que debía centrarse en la conquista del poder, la nacionalización de los medios de producción y el control del poder financiero.

La catástrofe de los regímenes socialistas y la prosperidad de las socialdemocracias son prueba de cuán efectiva fue la estrategia económica leninista. Sin embargo, la visión del mundo económico de los nuevos leninistas no ha cambiado. Las fuentes intelectuales de las que bebe una buena parte de nuestro Gobierno siguen la idea gramsciano-leninista de que la atención se centre no tanto en lo económico como en lo cultural, la sensibilidad y el mundo de la identidad. Los «intelectuales de Essex» (Ernesto Laclau, Chantal Mouffe y sus numerosos alumnos) desprecian cualquier análisis económico -al que llaman, sin distinción, neoclásico- como un constructo hegemónico de la cultura dominante británica y norteamericana. La otra rama de la cultura neo-marxista gramsciana con influencia sobre nuestra izquierda gobernante podría llamarse la escuela de la Costa Este norteamericana. Su origen está en algunos departamentos de relaciones internacionales en universidades de aquella zona cuyos profesores -Robert Cox, Stephen Gill, Mark Rupert- reelaboran los viejos esquemas del imperialismo leninista y el dominio financiero para explicar los obstáculos de países atrasados. Sin embargo, su jerigonza marxista hace difícil identificar a veces el objeto mismo de sus preocupaciones y, otras veces, las soluciones concretas que proponen.

La inversión, el consumo, el ahorro y los precios dan paso en su relato a «los conjuntos interactuantes de fuerzas sociales» (Rupert, Producing Hegemony,1995) o a «los desafíos económicos contrahegemónicos» (Cox, Gramsci, Hegemony, 1996). Slavoj Zizek es quien mejor lo expresa: «Hay que suspender la importancia de la esfera de lo económico, de la producción natural [se trata de] la reducción de lo económico de su esfera óntica privada de su dignidad ontológica» (Zizek, Repeating Lenin, 2018). No hay que ser un experto en Heidegger para entenderlo: el ámbito de lo económico ha de ser contemplado desde fuera, nunca entrar en su esencia. El análisis positivo de la inversión, el empleo, los salarios reales, el endeudamiento, el consumo y el ahorro no es parte de la tarea revolucionaria neomarxista.

El problema es que nuestro Gobierno está formado, por una parte, por una coalición de neomarxistas que añoran el totalitarismo leninista y desprecian la economía y, por la otra, por un grupo de socialistas que, por mantenerse en el poder, ha abandonado no sólo las prácticas políticas civilizadas del socialismo europeo -los socialdemócratas no pactan con terroristas, antisistemas y separatistas- sino que, a pesar de conocerlas, no tiene en cuenta las consecuencias del endeudamiento exagerado, la inseguridad jurídica que causan las medidas confiscatorias a los inversores, la fiscalidad predatoria, los presupuestos hechos sobre predicciones imaginarias, y los controles de precios. Tenemos un problema económico doble con nuestro Gobierno. Con un par de honrosas excepciones, sus miembros no saben lo básico del funcionamiento de un mercado abierto en una sociedad democrática; pero, además, aunque lo supiesen, no querrían usarlo porque para ellos, la libertad y el bienestar que de ella se desprende son irrelevantes frente al sugestivo control del Estado y la permanencia en el poder.

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Pedro Fraile Balbín es catedrático de Historia Económica de la Universidad Carlos III de Madrid

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