- 12 feb. 2018
- ABC (Sevilla)
- FRANCISCO ROBLES
A Cádiz no se va. A Cádiz se vuelve como se regresa al paraíso entrevisto en los sutiles pliegues de la belleza
ZoomMarcadorCompartirImprimirEscucharTraducir
VOLVER A CÁDIZ
LAS CHIRIGOTAS ILEGALES SE RÍEN DE LA SOMBRA QUE LAS MENTIRAS PROYECTAN SOBRE EL MUNDO
El faro metálico se sigue alzando disonante, como la pluma estilográfica que vio Fernando Quiñones en ese relato que sigue provocando un repeluco por muchas relecturas que le demos. El azul de Cádiz es infinito como el mar que la rodea en un abrazo imposible. El aire es limpio como la prosa de Pemán. La salada claridad va más allá del tópico que le sirve a un loquito disfrazado de lobo de mar para unir las dos ciudades en que se divide el mundo. Palabra de Fernando Villalón y artículos de Antonio Burgos. Páginas volanderas de Pepe Landi que el levante se las lleva. Y el tiempo abriéndose al océano en cada callejón con olor a fritura antigua.
Cádiz es el sueño que algunos sevillanos llevamos dentro. Una adicción que necesita el chute de la luz transparente que todo lo envuelve con el celofán invisible de la espuma. A Cádiz no se va. A Cádiz se vuelve como se regresa al paraíso entrevisto en los sutiles pliegues de la belleza. En su atardecer se funde el cielo con el agua. Una franja de malvas, rosas, naranjas, púrpuras y amarillos baja hasta el territorio de las olas y disuelve la difusa frontera del horizonte. Los ojos dudan y la hora se vuelve incierta como la vida misma. Nos preguntamos por el futuro abstracto desde un balcón abierto a la hermosura efímera del ocaso. Y Cádiz nos contesta con esa gracia burlona que derrama el carnaval por sus calles, sus plazas y sus rincones.
Un laberinto de coplas nos sale al paso. El tango provoca esa emoción pasajera del instante que se va. Las voces templan metales marinos y las cuerdas se tensan en los dedos y las gargantas. Es la ópera del pueblo, el Bel canto de los pobres. Las chirigotas ilegales se ríen de la sombra que las mentiras proyectan sobre el mundo. Desvergonzados como una cuaderna vía del Arcipreste de Hita. Disfrazados del descaro inherente a la fiesta que se encorseta en la burocracia del teatro. El carnaval es libertad o no es nada. El carnaval es disfrazarse de uno mismo para decirnos las verdades hirientes que rompen el silencio de lo convencional.
En las calles de Cádiz surge, como un relámpago, ese chispazo de la gracia que nos hace reír por fuera y preguntarnos por dentro de qué va la vida. Entonces es el momento preciso para liarse la manta del humor y del descaro a la cabeza. Fuera máscaras. Sigamos al maestro Larra. Fuera las máscaras de la obligación y la rutina. Aunque sea por dos días, que es lo que dura la vida en la sentencia del refrán. A vivir y a apurar la copa de la existencia. A dejarse llevar por los sentimientos que afloran en forma de pasodoble o cuplé, de tango, de popurrí donde todo se resume en un collage. Hay romanceros que te cuentan las cuatro verdades del barquero en una esquina mientras la ciudad se sorprende de su propia belleza marinera reflejada en esos versos. Entonces y solo entonces le podremos escribir con esa luz del faro, con esa estilográfica que se moja en la tinta del mar para decirle a Cádiz lo que callan los renglones de la espuma. La tormenta y la calma unidas en la locura de febrero.